El comercio internacional se desplomó un -7.9% en 2020 en términos interanuales por el efecto de la pandemia global que obligó a cerrar muchas economías y a detener la movilidad de bienes, personas y servicios, tan necesaria para el correcto funcionamiento de las cadenas de suministro globales.

Ya con la guerra comercial iniciada por Donald Trump en 2018 se inició esta tendencia tan perniciosa para el comercio internacional y, después de la pandemia, la guerra de Ucrania, ha agravado, si cabe, los problemas de las cadenas de suministro globales.

Por todo ello, las previsiones del fondo monetario internacional en su informe de abril apuntan a un comercio internacional positivo, pero perdiendo fuerza con un +5% en 2022 y un +4.4% en 2023. El cambio de paradigma de incrementar la resiliencia o seguridad de las economías perdiendo eficiencia, es una tendencia que ya está en marcha y podría cambiar el comercio internacional en lo que queda de década.

Veníamos de un modelo que desde los 90 y los 00 integraba cada vez más a todas las economías del mundo y daba como resultado el momento dorado de la globalización, consiguiendo que los precios de los bienes y servicios fueran cada vez más competitivos y que la industrialización de los países emergentes como China, sacaran de la extrema pobreza a mil millones de ciudadanos del mundo.

Esta tendencia dorada de la globalización se refleja en el hecho que el comercio internacional paso de suponer un 37% del PIB global en 1988 a un impresionante 61% en 2008. Sin embargo, la Gran Recesión iniciada ese año, los populismos contrarios a las fronteras abiertas, la guerra comercial de Trump y, sobre todo, la crisis de la COVID en 2020 nos han llevado a un replanteo profundo de la globalización tal y como la conocemos.

El desarrollo de la aviación comercial y de carga, los grandes buques de contenedores surcando los océanos o el desarrollo del correo electrónico permitieron producir los componentes de nuestros productos allá donde los costes laborales fueran más bajos para transportarlos después a las fábricas de ensamblaje. Así, el nivel de sofisticación de la cadena de suministro global ha llegado a cotas elevadísimas, donde en un iPhone acabado han participado de manera sincronizada docenas de países en su producción. Sin embargo, el desarrollo tecnológico que permite una automatización cada vez mayor en las fábricas y, por consiguiente, una menor dependencia del capital humano, aun siendo menores los salarios en el mundo emergente, ya no tienen tanto impacto en el producto final acabado. Y además, el descomunal diferencial del coste laboral de los años 90 se ha ido reduciendo, pero sobre todo lo que ha hecho abrir los ojos a los principales dirigentes mundiales ha sido la COVID-19, que ha provocado unos cuellos de botella en el comercio mundial con un coste negativo en el PIB global estimado en un punto porcentual.

Todo ello nos ha llevado a algunas preguntas: ¿Para qué quiero deslocalizar mi producción dependida de las cadenas de suministro globales y reducir costes si ante las más frecuentes disrupciones de estas cadenas me llegan con retraso o no me llegan los componentes necesarios para ensamblar mis productos? ¿Aun siendo más costoso e ineficiente, no tendría mucho más sentido acercar y relocalizar mi producción para depender poco de las cadenas de suministro y así asegurar la resiliencia de mi producción? ¿Potenciamos la eficiencia o la resiliencia?

Todas estas preguntas son las que se están haciendo muchísimas empresas y parece que, al menos, ahora está ganando la apuesta por la seguridad y resiliencia de sus suministros y relocalización cercana de sus fábricas que la eficiencia y menor coste de la deslocalización. Veremos en los próximos años si esta es una nueva tendencia desglobalizadora transitoria o la futura tendencia de la economía mundial.