César Luis Menotti, el Flaco, como lo han conocido generaciones, para alabarlo o constituirlo en el centro de sus aversiones, ha muerto en Buenos Aires a los 85 años. La historia del fútbol argentino de los útimos 50 años se cierra alrededor de su figura. 

Durante décadas, el país se dividió en menottistas bilardistas, es decir, seguidores de Carlos Bilardo. Unos y otros se odiaron apasionadamente. Solo el paso del tiempo curó los rencores al punto de volver a juntar a los antagonistas. Menotti fue piadoso con la enfermedad senil de su rival. Sin embargo, fue el primero de los dos grandes contendientes en abandonar el mundo. Lo hizo cuando era secretario de selección en la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), un cargo simbólico pero no ajeno a la última consagración del conjunto blanquiceleste en Qatar. De las tres copas que engalanan la vitrina de la AFA, dos están ligadas, de una manera diferente, al nombre de Menotti.

Antes de ser una figura dominante y permitirse hablar en público no solo del balón sino del tango y la política, el Flaco fue jugador. Brilló en Rosario Central, el club que forjó a Ángel Di María. Era un mediocentro elegante, de desplazamientos lentos pero refinados. Boca Juniors puso los ojos en él. Destacó a mediados de los 60 en el equipo más popular de este país.

Los grandes años de Menotti tuvieron lugar después de que se descalzara las botas. Tuvo una centralidad casi absoluta entre 1973 y 1982. Primero, como director técnico de Huracán, equipo que instaló en Argentina la jerarquización del “buen fútbol”, la primacía del disfrute por encima del resultado, el virtuosismo con el cuero antes que el despliegue físico.

Ganó la liga local con números de envidia y un elenco de jugadores notables. Ese fue el pasaporte para hacerse cargo de la selección argentina, en 1974. Pero, por sobre todo, Menotti instaló la idea de que la selección debía ser una prioridad deportiva nacional. No alcanzaba con imponerse en los torneos regionales. Había que dar el salto.

Las opacidades

Ganó la Copa del Mundo que se disputó en su propio país (1978). Había formado un equipo con futbolistas desequilibrantes, entre ellos Mario Alberto Kempes. Pero esa victoria siempre tuvo una legitimidad de origen: la dictadura militar, que había organizado el certamen y que, siempre se dijo, movió cielo y tierra para que el trofeo se quedara en Buenos Aires.

Los imágenes amigables de Menotti, un hombre que nunca había negado su condición de hombre de izquierdas, con los dictadores Jorge Videla y Leopoldo Galtieri, fueron objeto de señalamientos que nunca encontraron respuestas convincentes. Menotti fue, a pesar de esas opacidades, el único personaje del fútbol que pidió por los detenidos-desaparecidos durante aquel régimen militar.

Lo sustituyó el Narigón Bilardo, después del fiasco del Mundial en España. Menotti, que había dejado de lado a Diego Maradona en el equipo que ganaría el certamen de 1978, creyó que al reunir a la joven estrella con Kempes, Argentina sería prácticamente imbatible. No fue asi. La selección era un equipo de jugadores cansados. Bilardo los limpió a casi todos, de manera gradual, y convirtió a Diego en su estandarte. La hazaña de 1986 le dio la razón. Menotti, por entonces, ya no era dueño de la verdad futbolística. Y su suerte como entrenador en la liga argentina, española o italiana devino una serie interminable de fiascos. Lo mismo daba estar en Boca Juniors, River Plate, Independiente o Barcelona. El final siempre fue previsible: se iba dando un portazo o echado por no poder reducir la distancia entre su retórica seductora y lo que sucedía en los partidos de fútbol.

César Luis Menotti, durante un México-Argentina del 2007. EFE

A los menottistas bilardistas le saldría una tercera opción con Marcelo Bielsa. El paso de los años volvió inocuas las querellas del pasado. La prédica de Menotti fue envejeciendo. Pero, de vez en cuando, recuperaba el brío del gran polemista. Para el Flaco el mejor de la historia nunca fue un argentino. Ni Alfredo Di Stefano ni Maradona. Tampoco Leo Messi. El cetro era de Pelé y, a sus ojos, que lo vio jugar y fue un efímero compañero, Edson Arantes do Nascimento era de otro planeta. Ni el Mundial ganado por Messi lo hizo cambiar de opinión.

Amó, se peleó con Maradona y volvió a reconciliarse. Una y otra vez. Su muerte le provocó un fuerte impacto. A los 80 años, ya había perdido el aura de personaje frente al que se está a favor o en contra por motivos hasta irracionales. Pasó sus últimos años en su despacho en la AFA. “Seguramente sintió que aquella dramática, inolvidable y vibrante jornada de Qatar fue la más completa reivindicación a sus ideas, a su prédica de décadas y a una manera de entender el fútbol en cuanto a fenómeno popular. Y cultural”, señaló el diario Clarín.