Todas las batallas terminan con un vencedor y un derrotado. Pero no se enfrentaban la tierra y la hierba, como el enunciado inducía a interpretar y el experimento, en este sentido, no aportó novedad alguna. Nadal asumió la representación del polvo batido y Federer la de la brizna casi sintética, pero en la práctica cada uno hizo valer casi siempre su servicio, aunque el tie break definitivo se lo adjudicara el de Manacor en la mitad marrón.

La idea partió del primer ejecutivo de una de las grandes multinacionales de la publicidad y como operación publicitaria no hay mucho que oponer aunque hay cosas mejorables. No hubiera venido mal en el protocolo de la entrega de trofeos un traductor para el suizo, pero es una nimiedad si lo comparamos con la excelente respuesta del público que abarrotó el Palma Arena, dispuesto a aplaudir hasta los numerosos errores no forzados del número uno.

Rafa, a lo suyo, no perdona ni en el entrenamiento de los jueves. Aún así el carácter no oficial de la cita, restó tensión al espectáculo que, salvo en algunos golpes inspirados, no puede ser catalogado.

En ningún momento se demostró que el contendiente ubicado en el fondo terroso tuviera mayor ventaja que el que pisaba el verde. Y al final todos quedaron tan contentos: un set para cada uno y la moneda al aire de la muerte súbita. No se podía pedir más. O sí.

Si la experiencia termina por pasar a la historia, y de momento Pablo del Campo la ha vendido durante tres años, a Nadal le habrá correspondido el honor de registrarse como el primer vencedor. A Mallorca el de haber sido el escenario del comienzo.

Palma ha sido el epicentro del tenis mundial debido a este duelo de reyes que la han convertido en su reina por un día. El Velódromo ha probado su capacidad para albergar grandes acontecimientos, sean de la especialidad que sean. Quizás sean una y otro los grandes triunfadores de la batalla que nunca existió.