No vino Mario Vargas Llosa al IX Congreso de la Lengua, que se iba a celebrar en Arequipa, la tierra peruana en la que nació, como se cumplen este 28 de marzo, hace 87 años. A él se le ocurrió que podría ser allí, y ahora, pero la vida se lo llevó, precisamente, al origen de su vida como ser humano y como escritor. Termina un libro, que va del vals peruano, se casó una nieta, corrige pruebas y repasa, seguramente, una vida sobre la que se ha multiplicado en los últimos tiempos una actualidad extraliteraria de la que él no ha dicho nada ni, dice, lo dirá.

La ocasión arequipeña para el congreso de este año fue idea suya. Se la dijo al director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, éste la tramitó con el director de la Academia, Santiago Muñoz Machado, quien la llevó al criterio de los académicos de la Lengua de todo el mundo. Y ya estaba hecho. Estuvo hecho hasta que el ahora expresidente Castillo de Perú atropelló el paso peruano por la historia, hubo cambios que siguen siendo peligrosos y violentos, y tanto él como las autoridades citadas convinieron que era mejor dejarlo para otra ocasión. Cádiz fue la ciudad (“la ciudad blanca, como Arequipa”, se ha dicho aquí) elegida para hacer lo que es ahora el IX Congreso de la Lengua Española. Y menuda euforia hay en la ciudad de plata, aunque aquí nadie se olvida de Arequipa, la tierra de Mario Vargas Llosa.

Él había escrito, incluso, un discurso para aquella ocasión en su patria pequeña, y está entre los documentos que van a participar en un homenaje que le hará el Cervantes este mes de abril, organizado con el concurso de su amigo el nicaragüense Sergio Ramírez para celebrar una literatura que es señera no sólo por lo que él mismo ha escrito, sino por lo que ha escrito de otros.

Ese informe sobre su amor a Arequipa, ya equipado para haber sido dicho allí, reposará en el Cervantes “hasta que se pueda leer en Arequipa”. Él no está en Cádiz, pero ha mandado, por decirlo así, a un embajador insólito, un escritor preterido y potente, José María Arguedas, autor de Los ríos profundos, uno de sus grandes maestros, a los que él ha defendido como si fuera un pariente, no sólo de escritura, sino de origen vital a favor de la gran literatura.

El libro citado, que lleva un prólogo suyo que proviene de su La utopía arcaica, es una de las joyas que compartieron, y comparten, estanterías con el Pedro Páramo de Juan Rulfo o los múltiples cuentos de Juan Carlos Onetti. Es una indagación, como lo fue La ciudad y los perros del propio Vargas Llosa, en la vida colegial, y también en la campestre, de adolescentes que no se llevaban bien con la vida alrededor en el Perú de los años cincuenta. No es una novela local, como pareció decirle Julio Cortázar cuando se la afeó (fue una anécdota, pero le dolió a Arguedas), sino un libro de aliento universal, precipitado al mundo por un hombre entristecido por las vejaciones (de su madrastra, de su padre, de su propio hermanastro) que al final, en un precipitado horrible de sufrimientos, causó su suicidio, que anunció como quien hace recuento de qué hacer con su última bala.

Los ríos profundos (1958) llegan a Cádiz, pues, con el impulso de Vargas Llosa, en quien impactó hasta esta hora aquel hombre (guapo, divertido, feliz con los niños y en el fútbol y en los mercados) al que la naturaleza del pasado le interrumpió para siempre el presente. A esas épocas de una vida dura dedica parte de su prólogo Vargas Llosa, aunque su visión es ampliamente (y generosamente) literaria. Me parece que la palabra suicidio no la vi en ángulo alguno de su texto-prólogo en el libro que, como cada vez que hay Congreso, edita la RAE, esta vez bajo la vitola de Alfaguara. Es una crónica general de Arguedas, de su literatura, y es emocionante ver estas vertientes de la literatura peruana coexistir en Cádiz como si vinieran juntas.

Ríos revueltos

Esta mañana del cumpleaños de Vargas Llosa, a unas horas de que se presente aquí Los ríos profundos de Arguedas, el periodista tuvo la suerte de escuchar hablar, en primera persona, a alguien que era un muchacho de quince años cuando se mató aquel escritor que hace una semana aparecía en el diario El Comercio de Lima como el más querido (con Mario) de los que nacieron allí, y bebiendo parecidas aguas literarias.

Quien fue mensajero de aquel Arguedas que conoció es Alonso Cueto, importante novelista, y periodista, que a los tres años ya era amigo de Arguedas, porque sus padres (profesores, escritores) eran íntimos de un José María que, en su Volkswagen, los llevaba al fútbol y a los mercados a los tres hermanos Cueto y se reía con ellos como si fuera de la misma quinta.

Él iba a comer a la casa de los Cueto todos los martes. Hablaba en quechua con la cocinera. Había perdido un dedo, se fijó, y se divertían, antes del fútbol, comiendo sándwiches, torres de cebollas, huevos, salchichas, en medio del humo del aceite que rodeaba el mundo de los vendedores. Para él, recuerda Cueto, un pueblo deparaba dos hogares: el mercado y el estadio, y a ellos los aficionó, muchas veces cantando.

Y murió Arguedas, se mató. “Yo tenía quince años. Y me encontré con su fama en los periódicos. Luego lo leí. Me impresionó mucho que su lenguaje en los libros era el que usaba para hablar con los jóvenes, los maravillosos brotes de poesía que había en su lenguaje cuando nos hablaba. Era muy locuaz, muy divertido, hacía muchas bromas. Me sorprendió tanto que se hubiera suicidado”.

La madre de José María murió cuando Arguedas era un muchacho de diecinueve años. El padre, un juez, se casó con la madrastra que le arruinó el ánimo al chico, su hermanastro lo obligó (por ejemplo) a contemplar espantado una violación que protagonizaba el medio pariente, y asustado de esa violencia José María se fue a los montes en busca de la muerte… En el colegio, dice Cueto, el maestro le auguró lo peor como estudiante ("Nunca llegarás a nada"), pero en el Leoncio Prado, donde también estudió, con consecuencias que están en La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, saca las mejores notas, recibe cariño, “y es ahí donde se hace amigo de mi padre, Carlos Cueto Ferrandini”.

Es entonces cuando se hace el escritor que fue autor, en 1958, de Los ríos profundos. Tenía una obsesión bien marcada: revelar las verdaderas bondades culturales, geográficas, del mundo andino, tal como él las había vivido…” Va a la Costa del Perú, a Lima, y ahí empieza ese largo proceso que termina siendo la culminación de un talento. “Siempre se reía. Vio una película que se anunciaba así, Borrascosa y abrumada, y él no cesó todo un día de repetir esas palabras, a carcajadas… Cuando murió mi padre le escribió a mi madre. 'Lilly, he llorado porque mi compadre (fue el padrino de un hermano) no escribió todo lo que había conocido'”.

Le contó Lilly a su hijo Alonso cómo se conocieron Mario y Arguedas. Éste le dijo al joven Vargas: “Nadie como tú puede escribir lo que yo ya no sé hacer, con tu energía, cómo te envidio”. En el último texto de Arguedas, el de su última decisión, la más inequívoca, dejó dicho el autor de Los ríos profundos: “Esta pistola es la última chispa de mi vida”.

Hoy, en Cádiz, ese hombre resucita en su literatura. Lo trae Mario Vargas Llosa. Aunque éste no esté, lo cierto es que siempre han cabalgado juntos por un río que los une en la energía y, también, en la melancolía que desprenden las historias que ambos han protagonizado como escritores y como gente.