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Las lágrimas de Ángel Cristo en Mallorca

El domador lamentaba que la vida del circo había supuesto para su esposa Bárbara Rey «un sacrificio durísimo, ella añora una vida más normal»

Bárbara Rey y Ángel Cristo en Mallorca en 1986 Lorenzo

El domador Ángel Cristo está desgranando en un humilde bar todavía en pie, junto a s’Escorxador de Palma, su matrimonio fallido con Bárbara Rey. Súbitamente se derrumba y prorrumpe en llanto. Me había visto con Alessandro Lequio llorando a lágrima viva, porque Ana Obregón no le dejaba ver al hijo de ambos, ya fallecido. Sin embargo, el artista circense se encerraba a diario en una jaula con nueve tigres y leones. No daba el perfil, pero era un hombre destrozado que se aferraba con fuerza a su vaso con alcohol. Había empezado a trascender el maltrato conyugal, su estampa desmejorada obligaba a plantearse si las fieras le respetaban por miedo o por lástima.

Bárbara Rey y Ángel Cristo se alojaban en los ochenta en el hotel Son Vida, que en aquel momento obligaba a felicitarles por elegir sistemáticamente un enclave privilegiado, aunque hoy se destacaría la proximidad a Marivent. La actriz desplegaba sus dotes de organizadora, esa actitud de mujer desacomplejada en cuanto universalmente admirada. En la bonanza, el domador ya conocía los riesgos de su matrimonio con la mujer más deseada del país. Sin embargo, de puertas afuera resaltaba el heroísmo de su esposa. «Viajar de un lado a otro es lo que más cansa. Para Bárbara ha supuesto un sacrificio durísimo. Se ha incorporado a este deambular de un modo ejemplar, aunque añora una vida más normal». Y así reaparecían las lágrimas de un domador con cicatrices que igualaban en número a sus cuarenta años de edad.

Ángel Cristo con los hijos de ambos, Ángel y Sofía

Ángel Cristo con los hijos de ambos, Ángel y Sofía

Bárbara Rey era más grande que Cristo en todos los sentidos, y desde luego que al entrevistarlos en pareja te preguntabas qué hacían juntos. En Mallorca se exteriorizaban la personalidad desbordante de la actriz y los fantasmas interiores de su esposo. La teleserie Cristo y Rey devuelve a la actualidad a la pareja, pero la atención al marido se verá de nuevo postergada por el señuelo de Juan Carlos I, el más distinguido de los terceros en discordia. Y no es el único personaje clave de la transición ligado a la vedette en Balears.

Cristo sonreía en Palma más que Bárbara, quizás convencida de que la realidad conyugal se apagaba. La vedette se sumaba a la percepción de que «nos sentimos acosados y, aunque la publicidad siempre es buena, nos da la impresión de no disponer de vida privada».

El alcohol en el bar junto a la carretera de Valldemossa desnudaba a Cristo. Confesaba que «siempre siento miedo. A las personas que practicamos oficios arriesgados nos preserva el miedo, pues el exceso de confianza resulta fatal y conlleva accidentes de todo tipo».

Cristo hablaba como un perdedor, «aunque de momento no hemos llegado al extremo de que Bárbara me diera un ultimátum. Mientras podamos, hemos de seguir luchando». Fue una batalla infructuosa, como el grueso de las querellas sentimentales.

Bárbara Rey formaba parte del espectáculo circense. Solo aparecía al final de la función, cuando el público reclamaba inevitablemente su presencia. Sin embargo, reivindicaba su participación en la confección del espectáculo. Los artistas ya solo compartían el deseo de que «no me gustaría que mi hijo fuera domador, porque no veo la necesidad de que se juegue la vida a diario».

En ningún sitio como en Mallorca se apreciaban los contrastes de una pareja desigual pero siempre abierta a la prensa. Presumían de no vender exclusivas, «aunque si alguien necesita ese dinero para vivir, mejor que haga eso a que robe».

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