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El gallinero

La soportable densidad del otoño

Nicolau, Molinet y Gener en una escena de ‘Petites tragèdies’.

Mientras cocina proyectos de amplio recorrido (con una trilogía sobre la estigmatización en marcha), Iguana Teatre ha sacado tiempo para releer a Pushkin y ponerlo en escena (Teatre del Mar) a través de fragmentos por donde desfilan personajes como Don Juan, El Avaro, Mozart y Salieri o Fausto acompañado del mismísimo diablo. En esta versión de Petites tragèdies, Pere Fullana —adaptando y dirigiendo— opta por actualizar unos textos ya de por sí sorprendentemente contemporáneos a través de un tono cercano a las screwball comedy que filmaron Capra, Cukor, Hawks o Lubitsch en los 30 y 40 del pasado siglo. La vis cómica de Marina Nicolau, Carles Molinet y Rodo Gener hacen el resto.

Como es lógico, entre las cuatro historias, las hay más redondas que otras (yo me quedo con El convidat de pedra) pero todas dejan posos sugerentes de esas miserias que la humanidad jamás sabrá gestionar de manera óptima. Hay profundidad condensada (en Salieri, por ejemplo) un despliegue de gestualidad, momentos de puro divertimento y varias capas en cada una de esas tragedias que, por cierto, el poeta ruso escribió en durante un otoño de 1830 y en plena epidemia de cólera.

De otro clásico —en este caso el Paradise lost, de John Milton— han tirado Helena Tornero (texto) y Andrés Lima (dirección) para conjugar la eterna lucha entre el bien y el mal —Dios y el Diablo—; la relación entre el hombre y la mujer, a través de las figuras de Adán y Eva y su proyección a lo largo de la historia —la parte más actualizada y reivindicativa del montaje— y una reflexión, menos universal pero interesante, sobre el oficio del actor y la meta principal del teatro: provocar (emociones, sentimientos, rabia, dudas…). A mí me costó entrar en la propuesta (el inicio es rotundamente fiel al poema épico de referencia) pero me fui enganchando a medida que la pieza pasaba pantallas y mostraba códigos más actuales. Casi sobra decir que Pere Arquillué y Cristina Plazas están más que convincentes, y sí me apetece destacar el espacio sonoro de Jaume Manresa y los audiovisuales de Miquel Ángel Raió (habituales de la troupe de Lima). Se pudo ver en el Teatre Principal.

Y entre las densidades que ofrecen las salas en este inicio de temporada, destaca la última pirueta de Pablo Messiez, que a partir de la mística que rezuma Ordet (La palabra), de Dreyer, pone en pie un monumento al teatro bien hecho; construido, curiosamente, en base a la demolición de los cánones y las convenciones; derribando la cuarta pared incluso antes de empezar la función en sí misma y gestionando con precisión referentes como Artaud, Ibsen, Bergman o Kierkegaard (obviamente). La voluntad de creer es un artilugio preciso —sobre la fe, el estigma, las enfermedades mentales o la familia— maravillosamente interpretado, capaz de llevarte a la cima de un instante extremadamente dramático y reventar ese clímax con una explosión cómica, casi absurda. Es muy difícil conseguir el equilibrio que ha alcanzado Messiez. La obra está haciendo temporada en las Naves del Español (Matadero) de Madrid. Si os dejáis caer por allí, buscad un hueco para verla.

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