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Arte

El maestro español que restauraba para el Louvre

Desde Fra Angélico a Picasso, las manos del gallego Ángel Barros han rescatado obras pictóricas de los grandes clásicos del arte

Las memorias del restaurador gallego que trabajó para el Louvre. JOSÉ LORES

Sueña a veces con su infancia y sigue siendo incapaz de encontrar color alguno en ella. Sus recuerdos están teñidos de blanco y negro, porque así era cómo vivía, en una escala de grises permanente, sin atisbo de esperanza bajo la alargada sombra del régimen franquista que había dictado sentencia, señalándolos a él y a su familia con dedo acusador.

 La luz se filtró en su casa cuando los fascistas liberaron a su hermano, preso político en el campo de concentración de San Simón y en las cárceles de Vitoria y Valladolid. Manolo Barros había luchado en la clandestinidad contra la dictadura franquista y se había afiliado al Partido Comunista (PCE) gallego; y cuando Ángel Barros nació en el año 1935, a su hermano mayor ya lo habían detenido, su padre había fallecido en un bombardeo mientras ayudaba a ciudadanos españoles a huir de la barbarie franquista en un corredor humanitario próximo a la frontera francesa, y su madre, Luciana Montero, pasaba el día fuera recorriendo las aldeas de Redondela para vender pescado, porque su taller de costura ya nadie lo visitaba por miedo a represalias y tenía cuatro hijos que sacar adelante.

No abre la puerta de la entrada para dar la bienvenida al visitante, sino que con un ademán invita a adentrarse en su casa a través de las ventanas correderas de la galería. Las Meninas, de Velázquez, y Un bar aux Folies Bergère, de Manet, son los primeros cuadros que se pueden contemplar al cruzar el ventanal y, a mano derecha, tras cruzar la sala con la mirada clavada de los personajes de El Greco, frente a una pulcra mesa de color blanco y pinceles metódicamente ordenados, dos imponentes lienzos descubren su último trabajo.

Se acerca a Las bodas de Caná y pide al invitado: “Fíjate”. Busca que se aprecie en detalle las texturas de las telas que lucen las figuras que pueblan sus obras, con vestidos de seda, algodón o de raso tornasolado, tan realistas que parecen sentirse al tacto. A sus 86 años de edad, el redondelano Ángel Barros todavía recuerda sus diferentes trabajos como diseñador de tejidos, primero en la fábrica de Regojo y posteriormente en Brasil, y es por esto que sigue siendo lo que más le gusta pintar sobre el lienzo.

En el interior de su casa se detiene el tiempo. Es un auténtico museo situado la parroquia de Reboreda, en Redondela, que custodia copias de las mejores obras del arte universal, además de sus propias creaciones, en las que sobre un fondo ocre rojo plasma en acrílico su particular visión del mundo, sensible y humilde, así como su pensamiento crítico sobre el genocidio de Palestina, el golpe de Estado franquista, el hambre o la inmigración. Sin haber pisado nunca una escuela de pintura y mucho menos la Universidad, Ángel Barros Montero aprendió a dibujar con los tizones del horno contra las paredes, porque tal y como recuerda, “na miña época ter un lapis era un luxo”.

Pintaba cos tizóns do forno contra as paredes; na miña época ter un lapis era un luxo

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Tenía nueve años cuando descubrió en una pequeña librería de Redondela un libro de El Greco. La mística y espiritualidad que rodeaba a las figuras representadas por el pintor renacentista despertaron en él su pasión por la pintura y pacientemente ahorró el poco dinero que podía darle su madre hasta que tuvo suficiente para comprarlo: “A través dese libro foi verdadeiramente cando eu dixen: aí é a onde quero chegar”, confiesa Ángel.

Buceando en su memoria repara en aquel momento en el que el Frente de Juventudes había convocado un concurso de dibujo y él decidió presentarse. “Daban un premio de 150 ou 300 pesetas, xa non lembro ben, e eu presentei un debuxo feito a carbón recreando El último día de Numancia, de Alejo Vera. Escollérono gañador, pero cando me mandaron buscar a casa para que me achegara até o lugar da exposición, ao ver quen era, dixeron que non había nada para min, só por ser quen era... Ao final, convenceron aos falanxistas de que dixeran que o meu debuxo era o gañador e que tiñan que cumprir co dito”, señala el artista.

Fábrica de Tecidos Bangu

Con 15 años, con el permiso de su madre, montó un pequeño taller en el bajo de su casa y allí pintaba, modelaba esculturas y dibujaba. A medida que fue creciendo, la mayor ilusión de su madre era que viajara hasta Brasil para visitar a una tía y pudiera conocer a sus primos. Ahorraron todo lo que pudieron y, con 22 años, Ángel cruzó el charco. Los primeros meses los pasó en el estado de Bahía y en su búsqueda para encontrar trabajo, revisando la prensa ya en Río, encontró el anuncio de una fábrica textil. Se trataba de la Fábrica de Tecidos Bangu, una factoría inmensa rodeada de un barrio proletario que desde la zona Oeste de la ciudad de Río de Janeiro había llegado a transformarse en la década de los 50 en la gran exportadora de diseños de alta costura a nivel internacional.

Tras anotar el nombre del director general que aparecía en el anuncio, una noche, Ángel dibujó unas flores sobre varias cartulinas. Al día siguiente emprendió un largo viaje hasta la fábrica de tejidos. “Ao chegar atopeime cunhas vinte ou trinta persoas diante dun enreixado de catro metros de alto que estaban agardando para pedir traballo. E eu pensei: Aquí hai que botarlle cara!”, cuenta el redondelano.

Llevaba tres o cuatro papeles enrollados debajo del brazo y, pasando por delante de los demás, se acercó hasta la verja para hablar con uno de los guardias: “Veño porque me fixo chamar o director xeral, traio uns deseños para ensinarlle”, le dijo. Mientras veía cómo el guardia entraba en la cabina para llamar a los altos mandos, a un joven Ángel Barros le latía muy rápido el corazón, sudaba por todas partes y se repetía que solo quería tener la oportunidad de que valoraran su trabajo y de que alguien se fijara en sus diseños. A los pocos minutos apareció el guardia de nuevo: “¡Acompáñeme!”.

Y así atravesó las puertas de aquel gigante de la moda, con las piernas temblando y la boca seca, esperando ser recibido por alguno de los jefes de la planta industrial. En cuanto un directivo se presentó ante él, Ángel se deshizo en excusas para justificar la pequeña mentira que lo había llevado hasta aquella sala de reuniones, porque la situación estaba mal, había llegado de España y no encontraba trabajo, pero él tenía conocimientos sobre diseño de tejidos.  

“A ver, ¿qué trae ahí?”. Y tras evaluar las flores que Ángel había pintado con acuarela, avisó al encargado de la sala de diseño: “Foron moi amables comigo e aquel home levoume con el para facer unha proba. Na sala de arriba déronme os materiais e unha mostra de teas, e pedíronme que preparara unha combinación con seis fondos diferentes. Cando rematei, díxome que se quería, podía quedarme na fábrica”, afirma el pintor redondelano.

Un periplo por Europa

De regreso a España, tras una breve temporada en Redondela, Ángel Barros volvió a emprender una nueva aventura que lo llevaría hasta Suiza. Allí colaboró activamente con un colectivo antifranquista que, en la frontera, esperaba a todas aquellas almas que huían de la barbarie y del terror para ampararlas. “A través daquela organización axudabamos a aquelas persoas a atopar traballo no país e faciamos manifestacións contra Franco. Eu visitaba os barracóns onde vivían todos estes españois para levarlles propaganda e alí puiden ver como verdadeiramente comían pouco máis que un prato de arroz”.

Cuando puso fin a su etapa en Suiza recaló en Berlín. Recuerda que en más de una ocasión cruzó el muro que dividió la capital alemana durante varias décadas y que de Berlín Este se trajo un libro sobre Van Gogh. La pintura siempre lo acompañaba en sus viajes y algo que llamó especialmente su atención en aquel país fueron aquellos hombres que creaban obras de arte sobre el suelo en plena calle: “Sorprendeume que a xente que pasaba pola rúa por diante deles lles tirara cartos por aquilo. Así que fun a mercar xiz e unhas postais de La Maja, de Goya, e da Mona Lisa, de Leonardo. Cando me puxen no chan a debuxar, a xente empezou a rodearme e a decir: ¡Oh, La maja! ¡La maja desnuda! E cada noite, onte estaban os cinemas, preto da catedral, caíanme cartos dunha maneira impresionante. Fixen así moitos cartos”. Posteriormente continuó su periplo por Hamburgo, Praga y Copenhague, donde trabajó en una fundición retocando moldes de esculturas.

Del taller al Louvre

Descubrió París con unos 30 años, aunque también podría decirse que París lo descubrió a él. Tras trabajar en una fábrica de lacados y decoración, y con la mente puesta en que no se estaba dedicando a lo que realmente le gustaría, Ángel Barros se hizo con la dirección de diferentes talleres de restauración parisinos y fue en uno, situado cerca de Montparnasse, a cuyo dueño le mostró las réplicas que había hecho de obras de Rubens y Vermeer. Al verlas, entre risas le preguntó: “¿No irás a falsificar mis cuadros y venderlos después?”. Y aunque no tenía el diploma de restaurador, a Jean Paul Ledeur no le importó, tendió su mano a Barros y le dio la oportunidad de iniciar un nuevo oficio en una de las principales casas de restauración de la capital francesa. Así despegó su carrera profesional, trabajando desde allí para el Museo del Louvre, palacios, iglesias y galerías particulares, aprendiendo las técnicas de la restauración y preservando la belleza y los trazos de los grandes maestros de la pintura, llegando a pasar por sus manos piezas originales de Fra Angélico, Miguel Ángel, Caravaggio, Vermeer, Rembrandt, Delacroix, Boucher, Velázquez, Manet, Tàpies, Matisse o Picasso, entre otros. Al cabo de un año fue nombrado jefe.

De aquella época, Barros recuerda que “traballabamos en equipo e cando se facían exposicións do século XV ou XVII, iamos a buscar as obras aos fondos do Louvre para logo restauralas, facendo un traballo serio e con tempo. A restauración é observación. Eu nunca me considerei un artista; a arte é unha escola continua. Dos particulares, lembro que cando tiven un Picasso entre as mans, púxenme a tremer, porque non sabía por onde comezar e eu tiña moito respecto polas obras”.

En aquella casa de restauración permaneció una década y explica que “chegaban moitísimos cadros de coleccións privadas”, llegando a visitar la casa de Gunter Sachs y Brigitte Bardot para recoger algún cuadro. Asegura que “en moitos casos tiñamos que decapalos, porque eran obras de gran valor que durante a segunda Guerra Mundial quixeron agochalas pintándoas por enriba”. Vivió las revueltas de mayo del 68 y pudo escuchar en vivo y en directo las reflexiones de Sartre.

Cando tiven un Picasso entre as mans, púxenme a tremer

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A finales de los 70, regresó a España y tras instalarse en Valencia dio comienzo su época más fructífera. En 1985 recibió el primer encargo de la Generalitat Valenciana y desde entonces efectuó importantes intervenciones en la Universidad, con la recuperación del edificio Estudí General, llegando a restaurar casi 90 obras.

Volvió a Redondela en 2003. Sentado en una silla de mimbre finaliza su viaje al pasado y dice que el valor de sus cuadros no está en el resultado, sino en la historia que esconden, una historia de lucha y sacrificio con todo en contra, valores que aprendió de su madre, el mejor referente que pudo haber tenido en la vida.

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