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Enganchados a ‘Los Bridgerton’

Enganchados a ‘Los Bridgerton’

Los Bridgerton lo ha vuelto a hacer. Ni la llorada ausencia del irresistible Duque (Regé-Jean Page), dedicado en esta segunda temporada al cuidado doméstico del pequeño August, ha frenado la pasión por la suntuosa adaptación de las novelas románticas de Julia Quinn. Segunda serie más vista en la historia de Netflix, solo por detrás de la inalcanzable El juego del calamar, este nuevo y perfumado rosario de romances, escándalos, intrigas y cotilleos cortesanos ha vuelto a convertirse en fenómeno global; y, así, semanas después de su estreno, el 24 de marzo, se mantiene como la serie con más visionados en todo el mundo, según la web especializada en audiencias digitales FlixPatrol, manteniendo todavía a raya a otro hype global, la también lujuriosa serie española Élite en su recién estrenada quinta temporada.

En esta nueva tanda de episodios, como bien sabrán salvo que hayan pasado las últimas semanas en un universo paralelo, las estrellas ya no son la nívea Daphne (Phoebe Dynevor) y el citado Duque, felizmente casados tras los fogosos encuentros y desencuentros que desplegaron a lo largo de la primera temporada. Replicando la estructura original, el protagonista ahora es el hermano mayor de Daphne, Anthony (Jonathan Bailey), atrapado en un incómodo triángulo amoroso con las hermanastras angloindias Kate Sharma (Simone Ashley) y Edwina (Charithra Chandran). La serie acaba siendo pura ambrosía de seducción, dotada de una sofocante tensión sexual de complicada resolución.

Los Bridgerton atrapan al espectador en una sedosa tela de araña de la que resulta imposible escapar. Es frecuente haber devorado la serie en maratones de uno o dos días en los que el tiempo se deshace como arena. ¿Cuál es el secreto de su capacidad adictiva, esa que impide que dejes de mirar aunque sepas que es pecado mortal de gula y lujuria? Intentamos aquí desentrañar las claves de una adicción insólita en el panorama de la ficción audiovisual. ¿Por qué no podemos quitarnos Los Bridgerton de la cabeza?

Entre lo sublime y lo ridículo

Shondaland se ha convertido no solo en la productora de Shonda Rhimes (Anatomía de Grey, Scandal), sino que también ya es una marca de estilo. Con Los Bridgerton inauguró su colaboración con Netflix, pero ya llevaba imprimiendo su sello en anteriores trabajos. Sus ingredientes son claros: sus tramas basculan entre lo ridículo y lo sublime, entre lo chabacano y lo sofisticado, siempre a través de historias en las que se plantean dramas que conectan a la perfección con el espectador, quizá porque son tan básicas como efectivas. A partir de ahí, está el gozo por el juego, por los giros narrativos, la querencia por el placer culpable.

En el caso de Los Bridgerton todas esas características se salpimientan con la opulencia del entorno, la luminosidad de los espacios, una producción artística exquisita, una realización arrolladora e inmersiva, unos personajes atractivos que escapan a los clichés y una banda sonora repleta de canciones pop actuales arregladas como música de cámara. Sus heroínas son fuertes y decidas, capaces de hacer frente a los estereotipos de la sociedad castradora en la que habitan. Además, gira en torno al deseo, al deseo insatisfecho, a las ilusiones frustradas, a la sexualidad jubilosa y, por qué no, al amor romántico como forma de liberación en una época en la que parece que hemos sucumbido al cinismo. En definitiva, un cóctel hipervitaminado repleto de estímulos al que resulta difícil resistirse.

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Como un ‘english afternoon tea party’

Cada capítulo es una bacanal para los sentidos, un opulento english afternoon tea party repleto de la más selecta pastelería británica: apetitosos scones, pasteles de la Reina Victoria, cupcakes, bizcochos de Battenberg, custards y crumbles que llenan la pantalla plano sí y plano también, deglutidos por los personajes con la naturalidad de quien se lo puede permitir todo. Más allá de que la serie sea una fantasía sobre un Londres de la Regencia y una corte que nunca existió, es probable que lo que nos atrape en ella sea la royal fascination, esa irresistible atracción por la historia y devaneos de la familia real británica: esa exquisita dicción, esos modales refinados, esa elegancia en el corte y confección … Y, también, esos palacios suntuosos, esos jardines edénicos, esos clubs privados con olor a cuero. Gente guapa a caballo, de cacería, jugando a pall mall. Imposible dejar de mirar: un imán estético, puro agujero negro sensorial, en forma de explosión de vívidos colores en 4K.

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Intrigas y cotilleos

La voz en off de lady Whistledown (Julie Andrews en la versión original) vertebra la serie desde el primer capítulo de la primera temporada. Es una forma de adentrarnos en los secretos de una sociedad que vive de cara a la galería y que intenta esconder a toda costa sus miserias. ¿Pero qué pasa si se ponen al descubierto? ¿Qué ocurre si incluso se atreve a desafiar a los poderes monárquicos? Lady Whistledown es, de alguna forma, un elemento subversivo dentro de este espacio repleto de intrigas y cuchicheos, una especie de predecesora de Hedda Hopper y de las revistas del corazón, de nuestro Sálvame diario en el que no queda títere con cabeza y que, en realidad, en este caso es el trasunto real bajo el que se escondía la Señora Crackenthorpe, columnista inglesa de principios del XVIII. Ella sabe lo que el público necesita, un poco de entretenimiento para escapar de nuestras míseras existencias a través de los personajes populares de la alta sociedad con los que acercarnos a las bajas pasiones. Un clásico de nuestro tiempo que aquí se pone de manifiesto a través de una pluma incisiva e iluminadora a la hora de trazar los destinos de los personajes.

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Mujeres (más) empoderadas

Si en la primera temporada impactó la naturalidad de su diversidad racial, incluida una reina de Inglaterra negra, en esta nueva temporada se añade un valor acorde, también, a los tiempos que corren: el empoderamiento femenino. Ya Daphne Bridgerton era una heroína que escapaba a la mirada patriarcal de su entorno y que se cuestionaba en todo momento aquello que se esperaba de ella. Pero ahora, con Kate Sharma se da un paso más allá. Desde su primera aparición a caballo en horas intempestivas demuestra que está por encima de las imposiciones sociales, algo que se irá subrayando por el hecho de que es la única mujer de su entorno que sabe cazar y que se encuentra en aptitudes tradicionalmente herteropatriarcales en absoluta igualdad con sus homólogos masculinos. Además, también asistiremos al despertar, y no precisamente sexual, sino intelectual, de Eloise Bridgerton (Claudia Jessie), que comenzará a investigar en torno a las teorías feministas adentrándose en un camino en torno a la reivindicación de los derechos de las mujeres que nos remontan a los albores de la primera ola del movimiento. Eloise comenzará a cuestionarse un sistema que la condena al matrimonio y la invisibilidad e intentará liberarse de las ataduras de su propio estatus a través de la amistad con un joven que trabaja en una imprenta, Theo (Callam Lynch).

Esa tensión sexual

La tensión sexual no resuelta (hasta el final) se convierte en una de las bases constitutivas de esta nueva tanda de capítulos de Los Bridgerton. Si en la primera temporada de la serie se apostaba por el erotismo desinhibido y la carnalidad jolgoriosa, en este caso se ha preferido cocer a fuego lento la tensión que provoca el deseo hasta que resulta insostenible. Desde su primer encuentro, Anthony Bridgerton y Kate Sharman juegan al gato y al ratón de las miradas, que pasan de roces a suspiros, de labios a punto de explotar a noches enteras sin dormir. Un sinfín de encuentros sustentan una relación en la que definitivamente lo bueno se hace esperar, si con ello nos referimos al beso (y, por supuesto, al coito) que corone este cortejo infinito que deja exhausto, pero que se convierte en uno de los elementos de máxima expectación a lo largo de los ocho episodios. Los Bridgerton parecen reivindicar que, frente a la urgencia de las nuevas tecnologías, el arte de la espera también tiene su sex-appeal.

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