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Crítica de cine | Mordiscos de maestría

Benedict Cumberbatch, en un fotograma de ’El poder del perro’, de Jane Campion.

U n horizonte árido dominado por una tierra de hombres. El mito del vaquero, la esencia del wéstern, toda esa inabarcable herencia y una directora, Jane Campion, que aborda ese género pedregoso y violento desde una perspectiva autoral a medio camino entre el respeto y la reformulación.

Para ello, adapta la novela homónima de Thomas Savage, de la que logra extraer un complejo microcosmos humano a través de una narración coral en la que una serie de personajes se irán pasando el testigo unos a otros al mismo tiempo que gravitan alrededor de una figura totémica: la de un hombre que con su odio intoxica todo lo que le rodea (Cumberbatch) y que se esforzará en humillar a la mujer (Dunst) de su hermano (Plemons) utilizando a su hijo para ello (Smith-McPhee).

Cada encuadre le sirve a Campion para enmarcar los deseos frustrados de sus personajes sin necesidad de que digan una sola palabra. Su dominio de la planificación es tan apabullante que consigue que la pantalla se llene al mismo tiempo de belleza y de perturbación, de poesía y dolor a través del choque constante que se establece entre lo masculino y lo femenino, entre la represión de la identidad sexual y la angustia que genera vivir atrapado por el deseo. El poder del perro es una película tan visceral y atávica como también mental (y lírica). Hay momentos que remiten a El piano, otros a Bright Star, pero su dimensión tiene otro cariz, mucho más sibilino. Campion tiene la habilidad de introducirse en el interior de los personajes al mismo tiempo que los retrata en el entorno que habitan. Una obra majestuosa y abrumadora.

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