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Biografía

Fuga y final del conde Tolstói

Vladimir Pozner relata los últimos días del gran novelista ruso en un libro que monta, vertiginosamente, periodismo y dramaturgia

León Tolstói. Prokudin-Gorsky/WIKIPEDIA

Si el Mesías nació en un pesebre, uno de sus discípulos más conspicuos, el contradictorio, inagotable, soberano conde Tolstói, escogió un lugar igualmente humilde para entregar su vida: la casita roja del jefe de estación de Astapovo, el ferroviario Ozolin. Y si al nacimiento del Salvador tres reyes de Oriente acudieron para rendirle culto, portando muy diversos regalos y propiciando una de las páginas más bellas del mito, a la muerte del titán de la literatura un pueblo entero (sus obreros y sus campesinos analfabetos, cierto, pero también las distintas encarnaciones del poder de la época: Iglesia, Estado, Policía) se concitó ante su lecho de dolor para prodigarle tributo, conspirar alrededor de su figura y redactar uno de los episodios más célebres de la historia pública de la literatura. Esa es la sustancia de Tolstói ha muerto, de Vladimir Pozner, obra publicada originalmente en francés en 1935 y que hasta la fecha permanecía inédita entre nosotros.

Pozner construye su relato de la defunción de Tolstói valiéndose de dos materiales. Por un lado, el ingente archivo telegráfico que recorre el país como un calambre desde que se tiene noticia de que el escritor, gloria de la patria rusa, ha aparcado su venerable, inmensa y enferma humanidad en Astapovo, hasta ese instante del otoño de 1910 una anónima estación de ferrocarril del óblast de Lípetsk. Por otro lado, los fragmentos de los diarios íntimos y de la correspondencia tanto de Tolstói como de la que fue su esposa durante cuarenta y ocho años, Sofía Behrs, retazos que permiten ir urdiendo una radiografía implacable, casi bergmaniana si se me permite el anacronismo, de la historia de un matrimonio sin cuyas cumbres de felicidad y abismos de amargura es imposible concebir la obra del escritor, y cuya peripecia resuena en algunas de sus producciones más notorias, en especial La sonata a Kreutzer.

Partiendo de estos documentos, es oportuno señalar que el trabajo de Pozner no es tanto de imaginación como de montaje, más de selección que de acarreo, lo cual subraya el carácter moderno de la obra (fuentes fidedignas, reales, de primera mano, construyen un texto novelesco, ficcional, de segundo grado) y propicia la impresión de asistir a un híbrido entre periodismo y dramaturgia. Vale decir que toda la información acerca de la fuga y final del conde Tolstói estaba ahí, disponible, en bruto, esperando a ser decantada, y que la labor de Pozner ha consistido en ordenarla valiéndose de técnicas sencillas y a la par muy eficaces desde el punto de vista de la atención que generan en el lector. Fragmentación, velocidad y perspectiva cambiante sirven así para erigir una obra que conforma en realidad un retablo, una gran representación tragicómica que agota las siete jornadas que median entre la llegada de Tolstói a la estación de Astapovo y su fallecimiento, una singular, envolvente quermese por la que desfilan, como queda insinuado, los principales actores de la Rusia de los últimos años del zarismo.

Pozner logra que en este abigarrado conjunto resalten ciertos temas. El principal es, por descontado, la familia, quizá el asunto por antonomasia de la producción tolstoiana. La compleja relación de Tolstói con Sofía Behrs revela aquí sus elementos paradigmáticos. Aparece el antagonismo entre la esposa y Chertkov, el editor de Tolstói; aparece la fecundidad biológica del matrimonio y sus trece hijos, circunstancia que conduce al conde a agonías agustinianas y obliga a la condesa a expresar su repugnancia por las servidumbres de la carne; aparece la sumisión femenina a un hombre que anula algo más que su identidad y dibuja una más entre las muchas contradicciones del patriarca. En ese campo de batalla que es la familia, se encarna con singular crudeza el tono paradójico de las experiencias del conde. Su riqueza de propietario en contradicción con sus ideales espartanos; su búsqueda de un evangelio personal en diálogo con su responsabilidad como primus inter pares de la literatura nacional; su voluntad de una vida casta y pura en conflicto con su virilidad furiosa; en definitiva, la tensión permanente entre la certeza de ser un mármol vivo del alma de un imperio y la aspiración a vivir como un cartujo o, al menos, como un estoico.

VLADIMIR POZNER. Tolstói ha muerto. Traducción de Adolfo García Ortega. Seix Barral, 328 páginas, 19,50 €.

Pero junto a este nutriente que es la familia, Pozner abre la paleta de su pintura a un tema no menos fecundo y sugestivo, al menos desde la lógica de un acercamiento a la función de la literatura en la época decimonónica, con la novela como herencia balzaquiana de la vida privada de las naciones y como precipitado de los logros y anhelos de las clases que conforman la retícula social. Ese tema es el papel que los escritores desempeñan en el cuerpo económico, cívico e institucional que los acoge y su rol como portavoces de la sensibilidad, la inteligencia y el sentido de una comunidad. Leída desde esa tribuna, «Tolstói ha muerto» remite al lector contemporáneo a un mundo extinto a pesar de su cercanía en el tiempo, un mundo donde el desempeño de la literatura generaba algo más que opinión y doxa, configurándose como uno de los alimentos esenciales del devenir histórico. Aceptada esa hipótesis, la muerte de Tolstói aparece una vez más como la desaparición de un símbolo, de un padre espiritual, de un contenedor infinitamente más amplio de lo que suelen ser las vidas humanas. La figura del escritor ya no sólo como sismógrafo de los asuntos de una época, sino también como médium, como ventrílocuo de millones, se eleva en el caso que nos ocupa hasta cotas casi sublimes. Así, la salida a hombros de sus hijos del cadáver de Tolstói camino del tren que lo devuelve a Yásnaia Poliana, mientras los devotos vecinos de Astapovo contemplan pasar al autor de Guerra y paz, es algo más que el colofón de la obra. Es la fotografía de un mundo que no volverá, en el que los escritores encarnaban el espíritu de su tiempo con la misma intensidad y legitimidad que príncipes y estadistas.

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