Diario de Mallorca

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BIOGRAFÍA

Ardiente llama mística

Rosa Planas ha rescatado al personaje con la minuciosidad y el arrobo de una restauradora de rico, oculto altar barroco

Rosa Planas. DdM José Luis de Juan

Hay un lugar en la sierra de Tramontana, una vez dejado atrás el pueblo más alto de la isla, en el que el paisaje cambia, el viento se vuelve personaje y acompaña el abismo azul del mar, un lugar donde el mundo se trasforma en fruncido silencio. En ese punto, el más alto de la carretera M-10, un tramo que conozco bien pues lo he recorrido tantas veces a lo largo de los años, tuvo Mati Klarwein en los años sesenta la visión de que había llegado al paraje donde iba a vivir, es decir a pintar, el resto de su vida. Un centenar de metros más arriba, hay una grácil ermita que parece a punto de levitar, y hubo antes una fervorosa vida mística, ahora en ruinas druídicas, cenobio que se extendía entre esos pedregales que hablan entre sí, encinas conspicuas y aromáticos madroños. Allí está la cueva de Ramón Lull, desde la que se divisa la costa encantada donde el autor de L’amic i l’amat estableció su escuela de lenguas orientales con el objetivo puesto en la conversión de infieles. Pues bien, fue en tal entorno donde nació un espíritu inquieto, amoroso e inquisidor a la par, una perla del bosque fruto quizá de la cerrada concha de oración y abandono a los designios de la divinidad que habían irrigado los bancales de esta salvaje tierra vertical.

De la misma manera que Mati Klarwein jamás habría pintado el erótico paisaje del Abraxas de Santana de no haber pasado por aquí, Margarida Mas Pujol, convertida al salir de su casa en monja dominica, no hubiese escrito nunca ese místico roman-fleuve que Rosa Planas ha rescatado con la minuciosidad y el arrobo de una restauradora de rico, oculto altar barroco, de no haber transcurrido su infancia en la finca llamada La Torre. Parece un contrasentido relacionar erotismo con misticismo, pero ahí está Bataille, que nos descubrió lo sagrado en la sensualidad a través de la exploración de los límites corporales. Cuerpo y alma, ¿cómo separarlos?¿Acaso el título de esta interesante obra de Rosa Planas, El foc inextinguible, no nos remite sin tapujos tanto al amor divino como al humano, en sus variadas, infinitas formas y desvaríos?

Margarida, rebautizada con el ornamentado nombre de Anna Maria del Santíssim Sagrament, vivió entre 1649 y 1700, y es sin duda una joya secreta del barroco isleño. En esos 50 años del siglo en el que el imperio hispánico entraba en decadencia, al menos un tercio de ellos dedicó la monja a escribir la obra de su vida con parecida intención que Proust en la Recherche: dejar a la posteridad una obra escrita por su alter ego que mostrase la transformación de un ser humano al abismarse en su verdadera naturaleza, en su esencial sustancia. (“Qué vols més de mi? Tu ho escriuràs i jo dictaré que, si podía tenir pena, en tindria”). Esas dos voces, las de Anna Maria y las de Marcel –salvadas las enormes distancias que los separan–, pudieron fluir como corresponde a un roman-fleuve gracias al encierro, las privaciones y la renuncia a cualquier otro placer o distracción en la que ambos se abismaron en los últimos años de sus vidas. Dios o el Arte, el Arte o Dios –qué importa si ya sabemos que todo es a la postre uno. Además, el Vaticano entregó las llaves del Reino de los Cielos al Arte en plena fiebre del barroco y apoteosis de la literatura española.

En efecto, Anna doblegó su cuerpo con místico desprecio, lo sometió a ayunos gandhianos, sufrió dolores tremendos –morales y físicos–, y a la vez, alternativa o simultáneamente, experimentó éxtasis que el lenguaje es incapaz de transmitir y placenteras iluminaciones. Su férreo misticismo sostenía a raya la locura en cuyo umbral se emplazaba cada noche oscura (“a dir la veritat som loca, pero que s´hagués d’ausentar el meu Amat me feia més loca”). El confesor de Anna, tal vez picado por la curiosidad, le prescribía que escribiese sus visiones, le animaba a que siguiera la estela intrincada del Amigo y del Amado, hasta que sus palabras se hiciesen uña y carne con las de Llull, para que por fin todo quedase esclarecido, y ella y Lull y el Amigo y el Amado fuesen Uno. Afirma la autora de El foc inextinguible que sor Anna fue más allá de las vivencias de unión divina de su sapiencial maestro, pues ella vivía “els fenòmenes espirituals amb intensitat” y hacía uso de símbolos de alto contenido poético escritos en la tradición literaria occidental. Sus influencias cabe encontrarlas en la mística castellana de Santa Teresa y San Juan de la Cruz; en cambio, hay escasos ecos de Santa Catalina Tomás en los escritos de sor Anna, aunque ambas eran del mismo pueblo y moldeadas por el ambiente eremítico de ese lugar donde el paisaje cambia y el viento se convierte en personaje.

Personaje de su propia vida fue la monja de esos comentarios de L’Amic i l’Amat, pues como bien revela Rosa Planas había incorporado el “Yo” de la época, un yo nuevo, complejo, alambicado. De vez en cuando, despertaba a la realidad y suplicaba al Amado que lloviese para sacar al campo de la sequía, o anotaba que una llama la estaba consumiendo y la hacía ir gritando “Jesús i que foc!” por el convento hasta que comprendía que el Amado “volia que jo anàs como el ciervo, quan s’està abrassant, desitjant les aigües”. Y un día Jesús se le aparece como “un Deu enamorat”, el cual se sirve, comenta Planas, “d’un patiment dolç i suau per penetrar l’intimitat d’un ànima que s’abandona tota a la seva voluntat”. Aquella mujer que no podía dormir y que escribía por mandato del Amado y espoleado por su alter ego, se fustiga de manera casi continua, declarándose “ruí i vil gusanillo de la terra, indigna de mirar el cel”. El foc inextinguible, editado con exquisito cuidado, rescata una voz única que tiene la rara virtud de penetrar en el corazón humano, de enfrentarnos a nuestro misterio.

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