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ECOLOGÍA

Ikea no es wabi-sabi

Este ensayo sobre el wabi-sabi nos permite comprender que en otros lares hay visiones conceptuales a considerar

Leonard Koren. WIKIPEDIA

Se dice que el wabi-sabi es el rostro reconocible de la belleza tradicional japonesa. Me cuesta aceptar un envoltorio lingüístico para algo tan perceptivo. Pero una definición es sólo eso, una imaginaria etiqueta taxonómica de una gigantesca biblioteca de la Historia del Arte, o del arte en minúsculas, sea grande, pequeño o liliputiense. Quizá esa cosa llamada belleza, o experiencia estética, habite sólo en la mirada, y si lo hace, seguro que sólo durante breves instantes. Nada dura, nada es completo, nada es perfecto. Quizá a tus pacientes ojos todo esto te suene a mantra oriental, a una opción para abrigar la orfandad filosófica que nos habita –por momentos– en la modernidad de la sociedad colapsada, o a punto de hacerlo, o al punto, como el chuletón. No divagaré, lo prometo.

Si en la cultura japonesa encontramos una sensibilidad a lo efímero, a la brevedad de las cosas, no es raro que cuando pensamos en las ceremonias de té nos imaginemos un minimalismo desprovisto del exceso occidental, más cercano al horror vacui de diseños abrumadoramente atemorizados por el vacío. En otro orden de cosas, hay centros comerciales suecos, que imponen una dosis de diseñitos hasta la bandera de elementos parcos y minimalistas, pero seamos claros eso es más falso que Judas, es como un variat mallorquí sin croqueta.

Este ensayo del arquitecto norteamericano Leonard Koren sobre el wabi-sabi nos permite diferenciar el gato de la liebre (o la liebre de la tortuga), y comprender que en otros lares hay visiones conceptuales a considerar. Wabi-sabi es un término estético japonés que describe una poética perceptiva (no preceptiva) que bebe la belleza imperfecta a sorbos irregulares. Este ideal estético es abierto, es interpretativo y no se cierra a una forma concreta busca lo genuino aceptando la triple bofetada de la realidad: nada dura, nada está completado y nada es perfecto.

Sin relación con el libro, pero sutilmente conectadas, las sentidas palabras de la filósofa María Zambrano me aclararon hace tiempo el sentido profundo de defender lo sutil: “Las almas residen en las cosas, en los animales, en los árboles, eligen como morada las piedras y lugares encantados. La creencia de tener un alma no es, ni mucho menos ingenua, primaria. El alma es una realidad mediadora.”

Deconstruyendo el concepto, vemos sus dos moléculas semánticas, “Wabi”, que connota humildad, simplicidad rústica, frescura, elegancia sutil y discreta, es como epíteto, aplicable a objetos naturales como construidos. Incluye sus imperfecciones, asimetrías, y grietas. “Sabi” es la belleza que brota, que florece de la serenidad asociada al tiempo (etimológicamente es “oxidarse”). De este modo la vida del objeto y su impermanencia muestra sus arrugas, su pátina y desgaste, o en cualquier arreglo visible. Es decir, todo lo contrario al proceso seriado, industrial y optimizado (y vergonzosamente obsolescente). Como esos flamantes ordenadores mac sin tornillos y con un falso minimalismo formal, las cosas son como son.

LEONARD KOREN. Wabi-sabi para artistas: diseñadores, poetas y filósofos. SD, 96 páginas, 12,35 €.

LEONARD KOREN. Wabi-sabi para artistas: diseñadores, poetas y filósofos. SD, 96 páginas, 12,35 €.

Ambos conceptos insinúan en un plano emocional: nostalgia y tristeza, desconsuelo y soledad. Pero, bajo la óptica budista Mahˉayˉana, son características bien majas y positivas. ¿Y eso? Nos hablan de la liberación del mundo material y la (necesaria) trascendencia hacia una vida más sencilla. Ahora que estamos necesitados planetariamente de decrecimiento y de dejar dependencias fósiles, estas ideas de simplicidad voluntaria cobran sentido. No es una idea de Diógenes viviendo en un barril, ni de luditas tecnófobos, ni de salvajes de otra época. Rememora, en algún sentido, al imperfecto tazón del que sorbe ramen el samurái anarquista que defiende a unos débiles niños ante las zarandajas de guerras imperiales y chorradas de testosterona cultural. Dejando las influencias de Kill Bill, sigamos con la reseña. Desde un cliché ingenieril, “wabi” es la cualidad imperfecta de cualquier objeto, debida a inevitables limitaciones en el diseño y construcción. Por ende “sabi” podría ser el ciclo de vida. Si se compara con la modernidad occidental vemos diferencias de aúpa: el estilo moderno es pulido y liso (en concepto), y si incluye imperfecciones lo hace adrede e industrialmente (con marcas registradas y burbujas artificiales que imitan lo artesano y convierten en souvenir cualquier cosa, uso o costumbre). El wabi-sabi es áspero e imperfecto, agrietado y único.

La abrumadora (post) modernidad es un robot, dando la vara con su tartamudeante visión lógica, precisa y artificial, muy controladora de la naturaleza, el mecánico compañero de baile del capitalismo que te vende el minimalismo, pero debes montarlo tú con tuercas hexagonales y que además está fabricado al otro lado del planeta. Los excesos de la mundialización ya los conocemos… Volviendo al concepto nipón: wabi-sabi es intuición directa, sin industria por en medio ni producción seriada y clon, hay objetos con alma, diferencias y errores, vive en el presente y acepta que la jefa suprema es la Naturaleza, idealizándola, como toca, nosotros debemos adaptarnos a ella (no, como hemos hecho en el occidente abusón, donde la hemos maltratado, explotado y esquilmado allende los mares).

Y los excesos, cómo no, wabi-sabi, se puso de moda fuera de Japón, y pasó a industrializar los juegos de té, y dejó de ser wabi-sabi. Este libro, viene a ayudar al profano y diletante a que esas palabras cobren sentido y dejemos de idolatrar sólo lo que conocemos. En el verdadero wabi-sabi (al que confunda wabi-sabi con “wasabi” –el famoso rábano picante famoso por la expansión planetaria del sushi–, que sepa que merece ser cortado en juliana con una katana) las formas son orgánicas, los materiales son toscos, pues la naturaleza crece orgánica y radicalmente, acomoda la degradación permanente (todo fluye) al desgaste sin necesitar mantenimiento ni servicios técnicos, porque el paso del tiempo nos da carácter, es un rastro vivo de crecimiento, de evolución. No controlamos apenas nada en la vida, ni las cuotas de autónomo, ni las canas. Aceptemos que la corrosión y la contaminación nos ha hecho poner las alarmas, y eso, como metáfora es un poco wabi-sabi. Perdidos, navegando por la existencia, abracemos el azar y la imperfección, valoremos el beso efímero de la vida y la memoria. Al final, divagué sobre el libro que me regaló Lou y me llegó por David y unos reyes con barbas postizas, gracias, pues ahora comprendo que la materialidad imperfecta es un ideal humilde, cálido y nos susurra que hay un tiempo para cada cosa, así que termino.

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