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ANÁLISIS

Rastreo del nihilismo

A través de la poesía, el ensayo y el pensamiento breve, Ramón Andrés, uno de los intelectuales españoles más singulares, se enfrenta de forma crítica al nihilismo moderno, en diálogo con pensadores, músicos, cineastas y literatos

Ramón Andrés. GUILLEM BOSCH

Si se leen en conjunto los libros Poesía Reunida. Aforismos y Pensar y no caer Ambos de Ramón Andrés y que fueron publicados casi simultáneamente, se aprecia con claridad cómo acechan, cómo se aproximan y hasta cómo viviseccionan el nihilismo, ese conglomerado palpitante de ideas y experiencias que ha arrastrado su vientre a lo largo del siglo pasado y se agita con pujanza en lo que va de siglo actual.

Un libro y otro constituyen una única meditación a través de géneros distintos: la poesía, el aforismo y el ensayo. Esto llama enseguida la atención del lector. El tema, no exclusivo pero sí protagonista –la nihilización del presente, abordada en su caleidoscópica naturaleza–, queda desentrañado mientras se ajusta a las exigencias estéticas de esa triple plataforma expresiva. De Ramón Andrés no puede sorprendernos la solvencia literaria e intelectual. Nos tiene bien acostumbrados. En los últimos años nos ha dado indagaciones, sin parangón en nuestro panorama cultural, sobre la música, el silencio o el suicidio. Tildarlas de eruditas o enciclopédicas no termina de hacerles justicia. Hay en esos libros muestra de una vastísima cultura humanística, sin duda, pero no menos un arte literario excelente, matizado por la vibración de la palabra bien escogida tanto como por el rigor de las investigaciones.

En esos dos títulos citaodos al principio, el autor nos propone una faceta acaso más creativa de su empeño. En primer lugar su producción poética, a la que se añade el total de su obra aforística, constituida por tres recopilaciones, dos de ellas publicadas por primera vez. Y en segundo lugar un conjunto de diez ensayos cuyo desarrollo encuentra estímulo respectivo en seis libros, dos músicas, una obra teatral y una película.

Si acudimos a su poesía, algo que destaca de inmediato es el hecho de que Andrés no es un poeta mediterráneo, ni en lo temático ni en lo tonal. Sus poemas abren casi continuamente atmósferas húmedas donde la luz apenas queda nombrada pero se la sugiere neblinosa, declinante, intensa. Su paisaje es atlántico: el mar del que habla, el Cantábrico; la vegetación verde y mojada a la que tantas veces se refiere, la de territorios septentrionales. Bien podría decirse que de igual modo el tono de su poesía anda muy próximo al que encontramos en cierta tradición inglesa y centroeuropea (Dylan Thomas, Trakl). El suyo es un poderoso aliento reflexivo vehiculado por una gran atención al mundo físico y viviente. De ello resultan, en lugar de incursiones líricas en lo abstracto, poemas con los pies en el suelo de la intemperie, siempre en contacto con elementos terrenales que son carne para imágenes musculadas, de eficaz belleza. Estamos ante un poeta que profiere imágenes pensantes.

O, siendo más precisos, Ramón Andrés es un poeta que durante dos décadas estuvo produciendo una potente poesía de imágenes pensantes en la que el pensamiento podía verse ofuscado por la misma materia metafórica y, así, desdibujarse. Conjeturo que quizá esta sea la razón por la cual expresa un amistoso desacuerdo –pero no pleno rechazo– con la selección de su poesía primera efectuada por Andreu Jaume, editor de contrastado criterio, capaz de ver el indudable valor objetivo de esa parte de su obra.

Con los poemas más recientes se siente el autor mucho más identificado. No han desaparecido las imágenes, entre las cuales fluye ahora un discurso reconocible que emparenta sin lugar a dudas con el de los aforismos y el de los ensayos. Se constata un afirmar más claro, un combatir más transparente. Afirmación de la vida, combate contra la nada: «Poesía, no más lloriqueos, / mandad a rodar a Hegel». Asunción, por tanto, de una perspectiva nietzscheana, de lúcido vitalismo: «Andar es aceptarlo todo como un cuenco, / oír que lo presente se vuelve cóncavo ». Porque «el desnivel eres tú», no el paisaje, no el mundo. Siempre génesis es un libro lleno de energía y hondura. Sus composiciones, liberadas del molde imparisílabo, discurren sueltas y se permiten una expresión más cortante, menos densa, donde se hace evidente la médula filosófica y en ella el desenmascaramiento poético del nihilismo contemporáneo, para el que dejaron de ser dioses los montes, la nieve, los árboles o el trabajo del campo. Versos dispuestos a decir el pensamiento de otro modo: «Cada vez más sucios los poemas, / (…) el lector limpia / lo que otro ha escrito impuro».

Y ese lector, avanzando a través del volumen, alcanza las páginas de los aforismos y muy pronto percibe cómo la aforística de Ramón Andrés posee un timbre particular, tan apartado de la banalidad formulada con gracia ingeniosa como del decir grave sin ningún vuelo. A veces alarga una idea a la manera de la nota, pero en la mayoría de las ocasiones el aforismo se atiene a la brevedad y suena sin tintineos verbales según el registro de la profundidad, pues esa es la característica principal del pensar en fragmentos del autor navarro: «La realidad es un proceso tardío de la conciencia. Es nuestro desecho». Sin que falten los dichos afilados, de eco no menos masivo: «Aviso a los individualistas: las fosas comunes».

Cabe destacar el original enfoque que el género encuentra en uno de los libros inéditos hasta ahora, el titulado Malas raíces, donde se intenta y se consigue escribir una suerte de etimologíasficción, o mejor, de etimologías especulativas extraídas de escritores antiguos y clásicos, convertidas por la sabia erudición de Andrés en pensamientos repletos de crítica melancólica y de enigma. Por lo demás, los aforismos tampoco le pierden el rastro al nihilismo como factor insoslayable de nuestra cultura y, por ende, de la individualidad nuestra. A ambas las queremos tan subrayadas que nos obligan a ir «dopados de identidad». Pero el sentido de esa situación queda desvelado: «El narcisismo moderno: reflejarse en la nada, ahogarse en ella». No debemos hacernos demasiadas ilusiones al respecto: «Genéticamente somos creyentes; por eso el nihilismo es de difícil combate. Se enfrenta a la propia biología».

Con todo, aun siendo muy arduo el enfrentamiento, parece necesario no abandonarlo, siguiendo la prescripción inscrita en el título del segundo volumen que mueve este comentario, Pensar y no caer. Es decir, «pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser». Justamente lo contrario de lo que la modernidad ha ansiado: el «continuo final», la «ilusión de totalidad». Al no aceptar «nuestra inadaptación a la tierra», los modernos vivimos «de una extinción», buscamos cambiar para salirnos por fin del cambio, hacia lo finalizado y concluido, hacia lo muerto. Necesitamos abrazarnos a la nada.

De nuevo resuena Nietzsche a través de los diez ensayos que componen este excelente libro. Con maestría hermenéutica y una prosa enriquecida por la precisión de su palabra y por el conocimiento minucioso de la historia cultural, el nihilismo es analizado allí donde se manifiesta con mayor o con menor disfraz, en las capas más obvias y también en las más ocultas de nuestra existencia. Se lo vivisecciona, como he indicado arriba, atendiendo al ser vivo que es. En diálogo con literatos, filósofos, músicos y cineastas actuales y del siglo pasado (Sebald, Agamben, Sloterdijk, Brodsky, Lutoslawski, Ligeti o Béla Tarr, entre otros), Ramón Andrés lo descubre en los lugares donde crece el desprestigio del ahora en favor de alguna liberación futura o en cualquier forma que adopte la voluntad de superar el mundo, este mundo, en busca de espejismos de mejoramiento y plenitud. En consecuencia, el utopismo, los excesos de identidad que conllevan exclusión, la humanización del animal y la animalización del humano con la aspiración no confesada de abolir el pensar, las neorreligiones y neolatrías contemporáneas, el desprecio y olvido del otro o la realidad-espectáculo en las democracias occidentales, son denunciados como estrategias nihilistas que dificultan la experiencia reposada y vívida del presente, lo único con lo que estamos en contacto cada vez.

Es de justicia advertir que Ramón Andrés no incurre en el optimismo contradictorio de creer en la posibilidad de que pueda ocurrir entre nosotros todo lo opuesto al nihilismo. Deja bien claro que somos «seres en expectativa», y lo hemos sido desde siempre, como especie en busca constante de supervivencia, desde mucho antes de los pocos milenios que llamamos historia. Lo nuestro es esperar, y esto activa necesariamente la distorsión y la negación implícitas a toda esperanza. Sabedores de semejante circunstancia, para mantenernos con menos malestar en la compleja humanidad que somos, lo mejor es no caer, no decaer, no dejar de pensar. Como se hace en estos dos magníficos libros. Por medio de la fuerza del verso, del razonamiento comprimido y del razonamiento en despliegue ensayístico.

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