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TRILOGÍA

La mariposa y la araña

Mircea Cartarescu vuelve a la Rumanía de 1989, «el año del final del mundo», para cerrar su trilogía Cegador

Mirceas Cartarescu. Juan Manuel Serrano Arce/PIM

Cada volumen de la trilogía Cegador, la monumental obra con la que Mircea Cartarescu mostró al mundo que algo insólito estaba sucediendo en la literatura del país más oriental de los Balcanes, tiene como pórtico una cita tomada de las Epístolas a los corintios de Pablo de Tarso. Son fragmentos de una belleza enigmática y desgarradora, como enigmática y desgarradora es la prosa del más célebre converso que ha dado la historia de la religión, y como enigmática y desgarradora es la escritura del autor que nos ocupa.

Redactada entre los años 1996 y 2007, la trilogía Cegador adopta la forma de una mariposa, desplegándose con la simétrica armonía de dicho insecto, ambiguo como pocos, pues si en su momento de esplendor, como imago, es una de las formas canónicas de la belleza, en su origen, como larva, se hermana con organismos muy antipáticos a nuestro gusto. Esa convivencia entre la maravilla y el espanto, el éxtasis y el asco, la gracia y la iniquidad es también el sustento formal del conjunto, su marca de agua. En El ala izquierda, el primer volumen de la entrega, Cartarescu buceaba en el pasado de su madre para obrar un retrato mísero y a la vez mágico de la Rumanía de posguerra; en la segunda parte, El cuerpo, el autor se centraba en la Bucarest de su infancia, a comienzos de los años 60 del pasado siglo, para decantar una ciudad monstruosa y absurda, a la vez que delicada y secreta; en la tercera y última pieza, El ala derecha, Cartarescu sintoniza en la frecuencia de lo que el texto define como «el año del final del mundo», 1989, marcado por la revolución rumana, la masacre de Timisoara, la caída del régimen de Ceaucescu y el asesinato del líder y su mujer Elena tras el patético juicio de Târgoviste, que sacudió las conciencias de muchos europeos al permitirnos asistir, por vez primera en nuestras vidas, a la representación en directo de la muerte de un tirano.

Cometeríamos sin embargo un error si circunscribiéramos la novela de Cartarescu al dominio de la historia reciente o al intento por analizar desde la ficción un suceso capital en el imaginario colectivo de su país. Con Cartarescu cualquier reducción de la obra a una etiqueta formal o a un ámbito temático está de mano condenada al fracaso y corre el riesgo de conducir a una lectura demediada y empobrecedora, a una interpretación crítica de pigmeos. Sería como intentar demarcar un océano, tal es la fuerza expresiva y la audacia imaginativa del maestro bucarestino, no sólo uno de los autores más exigentes que hoy escriben y sueñan en Europa, sino uno de los más fecundos desde el punto de vista de la fabulación, de lo que la literatura posee de plasticidad lúdica y lúcida, de victoria sobre toda forma de esquematismo o de marbete pedagógico. No en vano, la literatura de Cartarescu es una soberana enmienda a la realidad, si entendemos la realidad como un tapiz sobre el cual cabría extender una malla artística de la que derivar, depurar o deducir una especie de isomorfismo o principio de identidad. Nada de ello rige aquí. Cartarescu no es solo un titán del lenguaje, sino un fenomenal constructor de mundos posibles, de ahí ese cariz a menudo religioso que ostentan sus textos, capaces de fundar, como toda ontología que se precie, un lugar alternativo al real, una Utopía para lectores, una Sforzinda del asombro. Unos textos, además, empeñados en imponer, como cualquier documento tocado por el aura de la ceremonia y el ritual, una suerte de devoción en quien los recibe, desde el momento en que la invitación que aquí se cursa no es tanto a navegar por una época determinada o a disfrutar de una enseñanza compartida, sino a deambular por el interior de una psique dominada por intereses múltiples (la anatomía, la astronomía, la mística, la escatología) y vinculada a motivos que se repiten con la constancia de una dolencia crónica o de un fractal de la conciencia (la perversión de las arañas, las geometrías mastodónticas de Bucarest, la vida privada de las estatuas, la fascinación por los gemelos).

El ala derecha es un libro despiadado con el lector gregario, instalado en la rutina de las tramas y de los finales cerrados. También con quien persiga la pulcritud de las habitaciones bien amuebladas, donde a cada sillón le corresponde su huésped y a cada ventana su paisaje. La única certeza que nos asiste en estas páginas es la de que la literatura es un sobresalto, un trámite sobre el abismo, un oficio de riesgo. Ese carácter funambulista, que Cartarescu llevará a su máxima expresión años más tarde en «Solenoide», una de las novelas más importantes de la literatura universal en lo que va de siglo, hace de esta lectura un combate contra las zonas de confort a las que una práctica tibia de la escritura conduce. Estamos, en definitiva, ante un autor de la estirpe de Gombrowicz, de Beckett o de Gracq, capaz de convertir su arte en una instancia seminal, que no se reduce a proponer un sucedáneo de lo real, sino que ella misma se instala en el mundo como otro objeto más, como otro fruto tangible y mensurable, por más que sus límites no se puedan reducir a los del libro que la contiene. Ese impulso generatriz, que en «El ala derecha» dialoga con la pasión de Cartarescu por agotar las distintas facetas de lo narrado, se trate de un acto sexual, de una alucinación farmacológica o de una ceremonia política, conduce, en las páginas que clausuran la trilogía Cegador, a una búsqueda de la identidad donde la mariposa y la araña, la inmortalidad y el cáncer, el bien y el mal, los principios gnósticos de un mundo indecible pero al tiempo irrenunciable, los mismos que torturaron a Pablo en sus tribulaciones mundanas, antes y después de Damasco, hallan en esta renovada, exultante carta a los corintios, su memorable traducción.

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