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Un clásico

El placer de quemar

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, regresa a las estanterías con una nueva traducción que realza sus intuiciones sobre el presente

Ray Bradbury. EL PERIÓDICO

A veces, con una frase basta. Fahrenheit 451 (1953), la distopía maestra de Ray Bradbury, pasa por tener uno de los inicios más poderosos de la literatura anglosajona: «It was a pleasure to burn». Sólido, rotundo, un directo inolvidable a la mandíbula del lector. Pero la traducción clásica en español, la de Alfredo Crespo para Plaza & Janés (1967), omitía este arranque, utilizando un remedo de la sentencia (Era estupendo quemar) como título de la primera parte, e introduciendo la historia con el segundo párrafo, limando además el entusiasmo pirómano que dominaba a Montag: «Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y las ruinas de la Historia».

Libros del Zorro Rojo, que recientemente ya recuperó, en una estupenda edición, el 1984 de George Orwell, hace ahora lo propio con Fahrenheit 451, con una nueva traducción a cargo de Marcial Souto, e ilustraciones del dibujante británico Ralph Steadman. El resultado es asombroso: es un nuevo libro, mucho más fiel a la atractiva prosa de Bradbury en el original inglés. Volvamos al inicio, a esa primera parte que recupera su título original (El hogar y la salamandra), a ese comienzo arrebatador: «Qué placer era quemar. Qué placer especial era ver cosas devoradas, ver cosas calcinadas y transformadas. Empuñando con ambas manos la boquilla de latón, blandiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sentía que la sangre le latía en las sienes y que las suyas eran las manos de un increíble director que acometía todas las sinfonías de fuegos y fulgores para demoler los andrajos y las carbonizadas ruinas de la historia».

Veamos otro ejemplo: el pasaje clave de Montag en el metro, ya en la segunda parte (El tamiz y la arena ahora, antes La criba y la arena). Versión Crespo: «Ahora, en tanto que el ‘Metro’ neumático le llevaba velozmente por el subsuelo muerto de la ciudad, Montag recordó la lógica terrible de aquella criba, y bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta. Había gente en el ‘Metro’, pero él continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió una idea absurda: ‘Si lees aprisa y lo lees todo, quizá parte de la arena permanezca en la criba.’ Pero Montag leía y las palabras le atravesaban, y pensó: ‘Dentro de unas pocas horas estará Beatty y estaré yo entregándole esto, de modo que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de ser recordada. Me obligaré a hacerlo.’ Apretó el libro entre sus puños».

Versión Souto: «Ahora, mientras el tren subterráneo neumático lo llevaba dando tumbos por los sótanos de la ciudad, recordó la lógica terrible de aquel tamiz, y bajó la mirada y vio que tenía la Biblia abierta. Había gente en el vagón, pero él tenía el libro en las manos y se le ocurrió una idea tonta: si lees rápido y lo lees todo, quizá quede algo de arena en el tamiz. Pero al leer los mundos se le escurrían, y pensó que al cabo de unas horas estaría ante Beatty, entregándole el libro, así que no se le debía escapar ninguna frase y debía memorizar cada línea. Claro que lo haría. Apretó el libro cerrando las manos en un puño». La diferencia es abismal: la que separa al texto de un taquígrafo de una novela que, ahora sí, agarra al lector por la pechera, sin esperar a convencerlo con el sustrato de su trama.

El reencuentro con este nuevo y mejorado Fahrenheit 451 en español resulta tan gratificante como inquietantes son sus intuiciones sobre nuestro presente. Muchas recaen en Mildred, la alienada esposa de Montag, cuya primera aparición viaja a bordo de una sobredosis de somníferos. Mildred, a la que Montag quiere amar, pero que ha olvidado las bondades del contacto humano, cómodamente instalada en la era del «pañuelo desechable» (otro hallazgo de la traducción de Souto, que rectifica la anterior definición de «la era del tejido disponible»). Sobre todo, Mildred, adicta a las pantallas, obsesionada por instalar una cuarta pared televisión en la sala, para lograr el ideal del aislamiento social intercomunicado, confinándose entre esas cuatro pantallas y sustituyendo las relaciones físicas por experiencias emuladas, interactivas o no. Ahí, Bradbury anticipó las redes sociales, pero también la fiebre del streaming: en definitiva, la citada adicción a las pantallas que define nuestra era mejor que ninguna otra patología.

Poco puede hacer el pobre de Montag, víctima a su vez de un mal de nuestra época, de esa perversión de la palabra que ha convertido a los bomberos en pirómanos. En un mundo acelerado, hiperestimulado, premeditadamente superficial, anestesiado con somníferos, dominado por publicidad invasiva asediando al individuo y una dictadura de los usos sociales que lleva al ostracismo, a la cancelación, de cualquiera que se sale de la norma, la ruptura es la única salida. Montag inicia una reconstrucción a partir del concepto de Patrimonio, con su conversión en Libro del Eclesiastés y de su ingreso en una comunidad real, física, viva. De su vida anterior quedan apenas cenizas, allá en la ciudad.

Para redondear esta revisión al alza del viaje heroico de Montag, Libros del Zorro Rojo rescata los diseños que el ilustrador Ralph Steadman realizó para la edición de Graham con motivo del 50ª. aniversario de la novela, que vio la luz en 2005 con un prólogo ex profeso del propio Bradbury, igualmente repescado para esta nueva edición. Radicalmente expresivas, las ilustraciones de Steadman abrasan las páginas con sus rojos brillantes y sus figuras excesivas, con esas manchas ardientes que derivan en composiciones tan poderosas como su retrato del sabueso mecánico, a doble página (pp. 40-41) o la revisión munchiana de la aullante Mildred en la sala de la televisión (p. 64).

Más allá de esta soberbia edición, la editorial reincide con Bradbury con otro hallazgo reciente e inesperado: Otras crónicas marcianas. Se trata de la recuperación de diez cuentos sobre la colonización de Marte que Bradbury escribió durante la gestación de Crónicas marcianas pero que se quedaron fuera del «montaje final». En esta ocasión, Marcial Souto no limita sus funciones a las de traductor, que también, sino que es el encargado de la selección de los relatos (al menos otra decena se quedó fuera) y del prólogo de un volumen que funciona como un nutritivo complemento tanto de Fahrenheit 451 como, especialmente, de esas «Crónicas marcianas» que este mismo año han sido objeto de una nueva traducción al español (de Jesús Isaías Gómez López, para Cátedra). En su cuidada edición, Otras crónicas marcianas cuenta también con un potente apartado gráfico, con ilustraciones al óleo del bilbaíno David de las Heras.

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