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NARRATIVA

Rachel Cusk, una continuación

Segunda casa es la nueva novela de la autora canadiense después de la trilogía que la consagró

Rachel Cusk, una continuación

No he perdido el interés por las tramas, a las que regreso cada vez que busco el verdadero entretenimiento en una novela o en otro tipo de relato. Pero si hay una escritora actual capaz de convencerme de que lo que cuenta no es tan esencial con respecto a cómo lo cuenta es Rachel Cusk (1967). Con la trilogía A contraluz supo empujarnos a los confines de la ficción para explorar el poder de la narrativa. Muchos se preguntaron entonces qué escribiría a continuación. Si seguiría investigando las conexiones entre el arte y el sufrimiento, o las parcelas más extrañas de las vidas domésticas.

La respuesta está en Segunda casa que, como sucedió con sus anteriores títulos, acaba de ver la luz gracias a la editorial Libros del Asteroide, con traducción de Catalina Martínez Muñoz. Bueno, pues podríamos decir que Segunda casa se trata de un segundo paso. Es en gran medida un largo monólogo, pero la diferencia estriba en que no parece ser episódica, ni la historia carece del orden cronológico de los acontecimientos de que se ocupa.

Cusk, eso sí, sigue emitiendo en la misma frecuencia. Personajes que deambulan por un mundo contemporáneo despojados de las nuevas tecnologías y que prefieren comunicarse mediante cartas escritas a mano. Es como si la autora quisiera restablecer un nuevo vínculo con la literatura de otro siglo por medio de los protagonistas. Su escritura puede explicarse a la vez como un paso atrás para coger impulso o carrera. Cuando se publicó A contraluz, en 2014, con su estilo presagiaba un avance en la novela. Daba la impresión de que quería salirse de las exigencias de la trama, la construcción tradicional de personajes y la creación de mundos imaginarios. Luego dio con una estructura que le permitía renunciar a todo ello sin que nada saltase por completo por los aires. De esa forma la autora se ha ido moldeando de acuerdo a unos principios innovadores pero sin dejar de estar en contacto con el suelo que pisa.

Segunda casa, además del monólogo que recorre las páginas, contiene también conversaciones entre los personajes. Su momento más enjundioso es quizás la confesión en primera persona de la narradora, en la que cuenta los dos intentos de revolucionar su vida en nombre de la libertad y de un escritor llamado Jeffers, al que invoca constantemente y que no sabemos quién es. El primero de los momentos clave de esta historia se produce en París, quince años antes de volver al presente en que se desenvuelve la actualidad de la novela. Después de deambular por la noche paseando y bebiendo con un escritor a quien acaba de conocer y la visita a una galería donde se encuentra con la obra de un pintor del que solo había oído hablar vagamente. Absorta, conmovida por la pintura, descubre que en los lienzos del artista parece cristalizar su propio sentido de la existencia. Si el encuentro con el escritor simboliza, como ella misma admite, una posibilidad de destrucción de todo cuanto hasta ese momento se había ocupado de levantar, la visita a la galería representa la otra cara de ese impulso, las posibilidades creativas que pueden surgir en la vida. Este contraste es suficiente para galvanizar su atención; rápidamente deja a su esposo y pierde la custodia de su hija.

Han pasado los años y la protagonista vive con su nuevo marido en una casa cerca de una remota marisma. Su esposo es un hombre amable, Tony, que, al contrario de ella, se siente cómodo consigo. Se han establecido como mecenas de las artes, permitiendo que escritores, músicos y pintores tengan pleno uso de la casa de huéspedes (la segunda casa) en la propiedad, e invita al artista cuyo trabajo vio en París años atrás para quedarse. Tras unos comienzos titubeantes, el pintor, conocido solo como L. y presumiblemente basado en D. H. Lawrence –inspirador a su vez de la obra de Cusk– concierta la visita, pero no es el único en aparecer. También lo hace una mujer más joven llamada Brett. La mezcla que acaba por resultar combustible se completa con la hija de la narradora.

Rachel Cusk demuestra que sabe burlarse de sus obsesiones más complejas también obsesivamente Autora de una prosa fluida que recuerda a las de otro tiempo, como la descripción de París, cuando el amanecer se proyectaba sobre las formas pálidas de la Île de la Cité y “los bloques de luz y de sombra que cortaban en dos las calles eran como las eternas formas primordiales que habitan en la cara visible de las cordilleras y parece surgir de su interior”. O esta otra de la marisma donde vive con su marido: “La marea estaba alta y el agua se había extendido mágica y silenciosamente hasta cubrir la tierra, como hacen aquí las mareas, casi como un cuerpo dormido que se da la vuelta, se estira y se abre”.

Rachel Cusk, una continuación Luis M. Alonso

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