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Opinión

El Atlético Balears, 102 años navegando y 8 a la deriva

Ingo Volckmann, propietario del Atlético Baleares. @atleticbalears

A principios de junio se han cumplido ocho años desde que el CD Atlético Baleares SAD fue comprado por la actual propiedad. Ocho años que han servido para estabilizar y consolidar un proyecto deportivo que, a la vez, ha ido transformando su esencia hasta mimetizar su rumbo al del resto de SAD nacionales, un trayecto de homogeneización, desprendimiento de sus valores originales y desafección de la masa social tradicional. Desde la aprobación de la Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Deporte, la figura jurídica de las sociedades anónimas deportivas se implantó en las principales entidades del país y sobre todo en el deporte rey, el fútbol. Se proponía un nuevo modelo jurídico y económico que llevó a la conversión masiva de clubes de fútbol profesionales en SAD, así como de aquellos que aspiraban a dar el salto al mundo profesional. Así se pretendía dar mayor transparencia económica y jurídica al deporte profesional y facilitar la llegada de inversiones, como así fue.

Con el tiempo el nuevo modelo generó nuevos inconvenientes que han afectado la esencia del mismo deporte. En las SAD los accionistas sustituyeron a los socios como titulares, para lo cual era necesaria una liquidez que no estaba al alcance de cualquiera. Los socios fueron desposeídos como minipropietarios pasando a ser abonados, sin voz ni voto en el nuevo marco. Con los años el accionariado de las SAD se concentró progresivamente en pocas manos y, finalmente, un solo propietario: los conocidos magnates, que poseen un club como quien tiene un chalet en las Bahamas, un Aston Martin DB5 de la saga Bond o un yate de 50 metros de eslora. Por tanto, la brecha entre dirigentes y aficionados ha crecido hasta no haber nada en común entre ellos. Los antaño socios escogían junta directiva mediante elecciones o asamblea, hoy son meros consumidores de un producto cada vez más distante, ‘marketinizado’ y artificial, deformando el carácter original de cada club y donde el aficionado nada decide, salvo pagar su entrada y consumir ‘merchandising’.

Uno de los casos más preocupantes lo tenemos en Mallorca con el At. Balears. Una entidad centenaria, fundada en 1920 (pese a que sus dirigentes se empeñan en poner «fundado en 1942» por todas partes, a base de un tosco marketing), con marcada identidad de club humilde y trabajador. La entidad blanquiazul siempre subsistió con una masa social modesta en recursos pero masiva, perfectamente organizada para sobrevivir y sostener el club, competir, crecer y representar los valores desde los que fue creado. Superando crisis, periodos convulsos y una historia con más decepciones que éxitos, el club sobrevivió durante más de 90 años gracias a un modelo estructuralmente cooperativo y popular, inestable pero resistente, sin grandes alardes ni victorias, pero idóneo para sobrevivir. Y según la mentalidad del balearico, sobrevivir es ganar; ergo, han triunfado. Hasta hoy…

En conjunto, el modelo impuesto por las SAD en España ha sido, resultados deportivos aparte, muy perjudicial para la mayoría de clubes de fútbol. Pero sobre todo para aquellos cuya filosofía, orígenes y valores chocaban más todavía con el modelo deportivo SAD. En el caso del RCD Mallorca el distanciamiento entre propiedad y afición es palpable, así como en otros equipos de Primera División, cuya estructura tradicional pudo mimetizarse (eso sí, hasta cierto punto) con la actual. Pero en el caso de clubes como el At. Balears la incompatibilidad entre el viejo y el nuevo modelo era patente. Desde su conversión en SAD en 2012, se vio que el nuevo modelo no encajaba con la naturaleza de un club mucho más afín con otra fórmula jurídica: el Club de Accionariado Popular (CAP), alternativa que, sin embargo, solo es viable en sociedades con una firme conciencia de pertenencia y cohesión interna, organizadas y solidarias. Ejemplos hay en Europa, aunque sean pocos.

En el At. Balears, la transición entre una sociedad casi cooperativa y popular, basada en pequeñas y medianas aportaciones, a otra basada en macrocifras aportadas por unos pocos, era pan para hoy y hambre para mañana, algo condenado a naufragar y padecer una deriva incontrolable a la mínima crisis. Y así fue. Como en el resto de SAD, la entidad baleárica acabó concentrada en pocas manos y, desde 2014, en manos de un solo propietario. Algo inimaginable para el aficionado medio, que diez años atrás aún contaba con poder de decisión. Dicha deriva se vive hoy con una mezcla entre perplejidad y resignación, pero apenas casi nadie va al origen del asunto. Si a ello añadimos el cainismo y el carácter incendiario de la afición balearica tenemos el cóctel perfecto para no hacer una análisis adecuado de la situación, dejándose llevar por discusiones, rencillas (es habitual la tendencia de algunos aficionados a dividir entre «buenos» y «malos» balearicos, aflorando un pensamiento clasista inaudito en un club de carácter popular) y cortoplacismos que favorecen la descomposición interna de la entidad, hasta llegar al punto de que últimamente el estadio apareciera semivacío incluso regalando entradas o jugándose la posibilidad de ascender de categoría. Una deserción de la masa social que no se ve representada en una entidad que dejó de ser lo que era porque el alma del club de origen, de facto, ha desaparecido. Diez años de SAD han diluido el poder de la masa social balearica, que sigue existiendo y es numerosa; tal vez, más de lo que pensamos. Pero no ha sabido catalizar una alternativa al modelo empresarial puro y duro que ha acabado por aniquilar la identidad primigenia del club blanquiazul.

La actual propiedad lleva ocho años con la decidida pretensión de convertir la humilde nave blanquiazul, heredera de los fundadores de la compañía Isleña Marítima, en un potente transatlántico a imagen y semejanza de los grandes clubes del fútbol profesional. Inversiones millonarias, reconstrucción del Estadi Balear, un potente fútbol base, un emergente equipo femenino como referente del fútbol local, patrocinadores por doquier, una dinámica presencia en los medios… con un sutil matiz: la nave balearica no es un transatlántico sino un yate, donde solo tiene cabida un selecto grupo, y la afición ha sido progresivamente expulsada de la embarcación, sin que sepan cuándo ni por qué. Parafraseando a los ilustrados del siglo XVIII: todo por la afición, pero sin la afición. Aparte de escudo y uniforme, poco o nada queda de aquel espíritu. Tan solo marketing y proclamas vacías: «som una família»… para los elegidos del yate, claro.

Ahora mismo el aficionado balearico intenta reconocer su antigua nave en el yate de millonarios. Unos esperan sumisamente una graciosa invitación para subir, que nunca llega. Otros se resignan y esperan tiempos mejores, pero sin plantear alternativas (el consabido «i tanmateix…»). En cualquier caso, divididos y sin saber cómo se ha llegado a este punto, sin que la propiedad necesite dividir para vencer porque entre ellos se bastan y sobran. La nave balearica goza de buena salud: no corre peligro de embarrancar, hundirse o ser desguazada; el problema es que, sin (querer) saberlo, los balearicos ya no forman parte de ella y solo la añoranza impide ver a muchos que hoy su viejo club es una empresa que apenas evoca lo que fue.

En suma, la Ley 10/1990 ha traído tantos beneficios como inconvenientes. Pero los más damnificados han sido los clubes humildes, marcadamente incompatibles con ese modelo deportivo, atraídos por cantos de sirena que los han llevado a embarrancar y desaparecer. Algunos, como el mismo At. Balears, siguen navegando, pero a costa de una metamorfosis que los convierte en irreconocibles, hasta el punto de expulsar de su casa a su propia afición. Así desaparece una manera de vivir y entender el deporte como la del club blanquiazul, una de las pocas entidades que aún mantenían un característico espíritu deportivo desde tiempos ancestrales y cuya alma va camino de la desaparición... si no lo ha hecho ya, finiquitando 102 años de historia («fundado en 1920», por si no quedaba claro). Como en la entrañable fábula de Andersen, alguien tenía que decir que «El rey está desnudo».

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