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La mirada de Lúculo

Sopa de guisantes con Roth en Berlín

Sopa de guisantes con Roth en Berlín Pablo García

Joseph Roth, superviviente del imperio de los Habsburgo, solo aspiraba a la grandeza. Huía de la miseria o en último extremo disimulaba no tener nada que ver con ella en las circunstancias adversas de su vida, cuando apenas podía permitirse el romanticismo nocturno de los tugurios berlineses. El Lunte, café de artistas, estaba abierto toda la noche y a cualquier hora se podía tomar una sopa de guisantes; la tenían de dos clases, la ración simple, einspänner, que costaba treinta centavos, y la doble, zweispänner, por cincuenta. Una y dos cucharas. Eran la salvación de muchos noctámbulos hambrientos y tiesos de dinero que posiblemente habían tenido que resignarse una vez más a no cenar. En sus recuerdos del autor de La Marcha Radetzky, Géza von Cziffra cuenta cómo Roth se disculpaba diciendo que comía allí únicamente por razones de trabajo.

A Roth le gustaban por la forma en que siempre se refería a ellos la pureza del rábano y la tarta de chocolate Sacher, una de las glorias vienesas. De vez en cuando mostraba curiosidad gastronómica hasta el punto de conmoverse con la magia que iba surgiendo de las cocinas como consecuencia de los avances tecnológicos. A principios de la década de los veinte frecuentaba el restaurante de un tío suyo buscando el diez por ciento de descuento que le hacía en las comidas y algo de calor familiar. Fue allí donde se enteró de la existencia del «pequeño Lúculo», un innovador instrumento de cocina que tenía como especial característica la particularidad de freír y asar sin necesidad de grasas. Y del «enrollacarnes», que con una simple vuelta de manivela devolvía el filete hecho una piltrafa al plato. Roth pensaba que el buen Dios se debió de valer de uno de ellos de gran formato para crear al hombre. O la máquina amasa-batidora para triturar alubias en buen estado o deshilachar las vainas verdes. Etcétera, etcétera…

Allí podía uno, gracias a la emprendedora industria alemana, contemplar el paso cansino de los cocineros como si se tratase de grandes magos, esperando que los artilugios atizasen por ellos el carbón o las colocaperolas situasen el menaje en su sitio en el momento preciso. Un «remuevecaldos y sopas», contaba Roth en uno de sus reportajes para el Neue Berliner Zeitung, agitaba veinticinco cucharas a la vez en otros tantos recipientes. Las gallinas aguardaban en una esquina la suerte final en las garras de una máquina desplumadora. El escritor recordando a la vieja cocinera Katinka de su niñez, una checoslovaca de Bohemia que se asomaba a la olla cada vez que no podía evitar las lágrimas de tanto cortar cebollas. «A veces se sonaba y la salsa resultaba exquisita», escribe Roth para oponer la nostalgia del tufo y de la emoción a los platos galvanizados de la freidora sin grasas con sabor a guerra mundial. Luego se iba a la bodega de Albert, al Café Dalles, en la Neue Schönhauser Strasse, también llamado «el palacio del ángel», o al Reese, a exorcizar los fantasmas que la cocina mágica de su tío el restaurador había concitado alrededor de la mesa. Todos esos tugurios han dejado de existir como tantas otras cosas en Berlín. Sólo pululan por la imaginación, de la mano de algunos artistas. Estos días he vuelto a establecer contacto con Roth gracias al ensayo entretenido y bien condimentado de Berta Ares Yáñez, que publica Acantilado, sobre la simbología que rodea a la obra del hombre que concluyó La leyenda del santo bebedor dos semanas antes de morir alcoholizado en París.

Sopa de guisantes con Roth en Berlín Pablo García

Pero volvamos a la sopa más genuina de los berlineses. La de los guisantes de cuchara (erbsensuppe) que rivaliza con otras primas hermanas centroeuropeas densas, calóricas y suculentas, tan guarnecidas que pueden comerse como plato único acompañadas sencillamente por una rebanada de pan tostado o una simple galleta. Para preparar la erbsensuppe se utilizan guisantes secos verdes o amarillos. Se ponen a remojo varias horas y se cocinan en la misma agua hasta que quedan tiernos. Entonces se les agrega algo de caldo de verduras. Algunos de los guisantes se separan y trituran con un batidor de mano para que adquieran una consistencia cremosa. La sopa lleva también otras hortalizas, patata, zanahoria, puerro y apio, incorpora hierbas frescas, perejil, mejorana y tomillo, y se enriquece con tocino y salchichas. En algunos otros lugares de Alemania, adquiere un rango superior cuando se prepara con costillas o carne de cerdo adobada en salmuera.

Otra devoción berlinesa que compite con los guisantes son los nabos Teltow, originarios de Bandeburgo. Pequeños alargados y tiernos, de un color parecido al de las chirivías, su cultivo requiere de un suelo arenoso y pobre en nutrientes para poder desarrollar su característico delicado sabor. Goethe y Kant eran, parece ser, muy aficionados a consumirlos. Se comen crudos en ensalada o bien en la preparación clásica, guisados enteros con azúcar caramelizada en mantequilla y desglasados con un buen caldo de carne. De ahí se obtiene una maravillosa salsa concentrada y oscura, que cualquiera puede espesar a su gusto. Un plato por su seductora simplicidad a la medida de herr Roth, que defendía la pureza del rábano frente a quienes lo rallaban y diluían en pan y leche para acompañar los guisos vieneses de ternera.

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