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Oblicuidad

La infidelidad como vía hacia el bienestrar

Alejandro Cencerrado ha recibido una atención notable pero insuficiente por su manifiesto En defensa de la infelicidad. Por fin un objetivo asequible, frente a la detestable autoayuda que exige cambios inasumibles en la dieta y en la sonrisa. Se necesita un libro para exponerlo, porque nadie dijo que el conformismo fuera sencillo. El logro personal queda enturbiado por la dificultad que entraña convencer a los demás de que acepten nuestra deficiencia de felicidad. La gente es muy intolerable con la desgracia ajena, sobre todo en un país de alegría oficial y obligatoria.

Los sondeos del CIS corroboran que los españoles se sienten las personas más felices del mundo, aunque no necesariamente por su adscripción nacional. Por tanto, la batalla en pos de la infelicidad conllevará la culminación adicional de la disidencia, de aprender a decir que no. El propio Cencerrado tuvo que remover sus convicciones más sólidas para asentarse en su propuesta contracorriente. A raíz del fallecimiento de un familiar, se plantea sin contemplaciones «Qué clase de monstruo, de psicópata sin sentimientos, no sufre ante la muerte de alguien a quien quiere». Escogió la sinceridad.

La implantación de la tiranía emocional ha conllevado una felicidad reglamentada, que no surge de una pulsión interna sino de la obligatoriedad de acoplarse al colectivo, de no discrepar. La propuesta de Cencerrado no es lineal, su iconoclastia hacia la mitología feelgood le lleva a refutar a esos asesores tan valorados que gozan de la prerrogativa de señalarnos nuestros errores, por indigesto que resulte soportar sus pomposas correcciones. En defensa de la infelicidad se muestra inflexible al respecto, hay que «sacar de nuestras vidas a esas personas que no nos hacen bien». Se enfrenta con determinación a la tesis de que Putin desencadenó una guerra por no disponer de nadie a su alrededor con la capacidad de criticarle, sin sufrir un misterioso envenenamiento.

Es imprescindible anotar que Cencerrado trabaja en el Instituto de la Felicidad de Copenhague, aunque el rótulo colisione frontalmente contra la denominación laboral. Para moldear su manifiesto, el autor lleva dos décadas midiendo su felicidad diaria en una escala de cero a diez, donde ni una sola jornada ha merecido una puntuación extrema. En una sociedad que abomina de Woody Allen pero preserva el sentimiento de culpa inherente a sus personajes, la conquista de la infelicidad orgullosa causaría menos estropicios y guerras que la fe en su risueña antagonista.

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