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La mirada de Lúculo

Si es palestino…

‘Falastin’ es un rico viaje culinario de Sami Tamimi y Tara Wigley, dos de los principales eslabones de la cadena del chef y divulgador israelí Yotam Ottolenghi

Si es palestino… Pablo García

He escrito sobre platos de la tradición judía; estos días me inspira un precioso libro, Falastin, de Sami Tamimi y Tara Wigley, que acaba de publicar la editorial Salamandra. Ambos son coautores, junto a Yotam Ottolenghi, cocinero israelí afincado en el Reino Unido, de El gourmet vegetariano y Jerusalén, del que esta última entrega podría considerarse una brillante secuela. En el alfabeto árabe no existe la palabra «p» por lo que falastin es el gentilicio que emplean los palestinos para referirse a sí mismos. Líbano es lo mas cerca que he estado de Tierra Santa y eso, en cierto modo, me hace conectar con un tipo de sabores y preparaciones que no me resultan del todo ajenas y que desde hace tiempo se han popularizado entre nosotros. Por ejemplo, el hummus. Habrán oído hablar de él. Es la crema de garbanzos cocidos con zumo de limón, que incluye pasta de tahina y aceite de oliva, uno de los platos más comunes y famosos del Medio Oriente, y asimismo de los que tienen un origen más controvertido. Pero para los palestinos el hummus es suyo. Pasa lo mismo con el falafel.

El falafel es tan polémico como la propia región. Los israelíes lo han festejado como uno de sus platos nacionales mientras que los palestinos están resentidos por percibir el «robo» de una especialidad claramente árabe. Mientras tanto, los libaneses han intentado que se reconozca como propio; incluso los yemeníes dicen que fueron ellos quienes lo inventaron. No es solo una cuestión de orgullo culinario. Muchas veces, los orígenes del falafel se esgrimen como si se tratase de un arma más en la rivalidad política de la zona. En concreto para los israelíes y los palestinos, la propiedad de este plato levantino está ligada a cuestiones de legitimidad e identidad nacional. Al reclamar falafel para sí mismos, cada uno de ellos, en cierto modo, está pidiendo la tierra misma y señalando al otro como un intruso.

Quienes invocan su antigüedad parecen ser los más equivocados. Más bien se trata de una croqueta moderna que presumiblemente introdujeron los británicos durante la ocupación egipcia en 1882, nostálgicos de las pakoras indias (verduras fritas rebozadas en harina de garbanzo). A Israel llegó algo más tarde. En 1948, durante la independencia, el falafel todavía no era aceptado y siquiera conocido, fueron las comunidades judías procedentes de Yemen, Turquía y del norte de África las que lo introdujeron. Con motivo de la guerra árabe-israelí, el Gobierno emprendió una especie de esfuerzo concertado para fomentar un sentido distintivo de la identidad nacional y separar la cultura y cocina hebrea de Asia de las de sus vecinos. En la década de los 60 el proceso de nacionalización estaba concluido y el falafel se había consagrado como plato nacional. Más tarde se convertiría en la comida callejera por excelencia.

Los falafels rellenos de cebolla al zumaque de Tamimi y Wigley gozan de identidad propia. Para un buen falafel hay que tener una idea clara. Eso es lo que se encargan de explicar los autores de «Falastin». Los garbanzos para hacerlo son crudos, jamás cocidos. Simplemente hay que dejarlos una noche a remojo en agua. Como supongo si han leído hasta aquí que estarán interesados en el falafel, les cuento las tres reglas sagradas de Sami Tamimi y de Tara Wigley. Son garbanzos crudos, ya saben, que acompañan en una pasta al ajo, el cilantro, la menta, el perejil, la cebolla, la pimienta, el comino y el sésamo. No hay que freírlos hasta el momento de servirlos. Eso es fundamental, ninguna diferencia con nuestras croquetas.

Puede que alguien se pregunte quiénes son Sami Tamini y Tara Wiigley e incluso por qué esta inmersión en la rica y variada cocina palestina. No se trata únicamente de hummus y de falafel, a fin de cuentas simples garbanzos, el libro de estos dos autores, bendecidos por el chef y divulgador culinario Yotam Ottolenghi y que pertenecen a su círculo más cercano, es uno de los recetarios mas completos que he leído últimamente. Contiene más de cien recetas, todas ellas fáciles de cocinar, y absolutamente distintivas en un escenario gastronómico proclive a repetirse. En el prólogo, Ottolenghi explica, cómo incluso siendo judío la tradición culinaria palestina resultó ser para él todo un aprendizaje. Tamimi y Wigley no dejan cabos sueltos de su pasión en Falastin , que se fija, además de en la comida, en los campos de refugiados, los semilleros y hasta en el desaguisado británico de Balfour. Tamimi trabajó en Jerusalén y Tel Aviv antes de mudarse a Londres en 1997, donde fue jefe de cocina en la tienda de delicatessen Baker & Spice. Ahí conoció a Yotam Ottolenghi, un israelí que también creció en Jerusalén. Wigley es su discípula. Como todos los libros que nacen bajo el amparo de este último chef la mayor virtud de Falastin es que las recetas son fáciles de hacer y comestibles. Qué quieren que les diga, ya lo he puesto en un atril para ensayar con la comida mediterránea del Próximo Oriente que tanto me estimula en la cocina.

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