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Oblicuidad

Los más sabios creyeron en Elizabeth Holmes

La niña prodigio Elizabeth Holmes iba camino de replicar a Steve Jobs, Zuckerberg o Bill Gates, pero ha acabado con el título no menos meritorio de una de las mayores estafadoras de la historia. Me he pasado horas con ella gracias al libro Mala Sangre, la obra maestra de John Carreyrou en el género de la divulgación científica. A través de su firma Theranos, la intrépida y juvenil empresaria ahora condenada masivamente proponía análisis de sangre instantáneos, mediante un dispositivo que recordaba a las cajas negras de Apple.

El fraude de Holmes era tan osado que el lector de Mala Sangre se ve recorrido por escalofríos, al contemplar sus desvaríos. Ni siquiera poseía un dominio aproximado de los milagros que prometía. No era Tesla ni Edison, era Houdini. El metaverso de Facebook resulta chapucero desde su concepción, pero un análisis sanguíneo a domicilio a partir de una muestra minúscula se expone a una verificación. La alquimista no solo arruina las hipérboles de Silicon Valley, también demuestra que las personas inteligentes no son las más aptas para engañar a sus semejantes, pero sí las más predispuestas a convencerse de que pueden lograrlo.

La estafa de Holmes era tan burda y rudimentaria como una viñeta de Summers o de Chumy Chúmez. No podía prosperar, y quizás por eso atrajo a los cerebros más autoconscientes de su tiempo. Qué pintaba el infalible Henry Kissinger, la cara oculta de la Casa Blanca, en el consejo de administración de Theranos. Allí se sentaba también George Shultz, el secretario de Estado de Ronald Reagan. O el general James Perro Loco Mattis, el primer ministro de Defensa de Donald Trump. No sometieron la farsa científica en la que se enrolaron a una mínima comprobación.

Con estos señuelos captados por Holmes, a nadie puede extrañarle que Rupert Murdoch o Carlos Slim invirtieran millones de dólares en la empresa hueca. Les supongo por cierto al corriente de que Murdoch es más criticado en la prensa que Djokovic en el tenis. Pues bien, Carreyrou desmontó la caja trucada de Holmes desde el Wall Street Journal del australiano. Es decir, el editor avaló que una de sus publicaciones liquidara una empresa que no solo era un potencial anunciante, sino en la que había depositado su dinero. Fue su penitencia, un recordatorio de que guiarse por los que saben no garantiza ningún éxito. Hablando del líquido elemento, Holmes no debió ser condenada sino galardonada por mantener su mala sangre fría sin ningún sustento real.

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