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Oblicuidad | Richard Rogers, la ciudad como obra de arte

Si un periodista pudiera permitirse la ligereza de la amistad, casi fui amigo de Richard Rogers. Lo entrevisté durante horas en lugares tan diversos como su estudio londinense o el hotel Victoria palmesano, me telefoneaba para informarse sobre la idiosincrasia de Palma donde «una de las sorpresas fue el parque moderno delante de la catedral, que es tal vez el más bello paisaje de este tipo que jamás he visto en una ciudad». Comimos juntos en el legendario The River Cafe de su esposa, Ruth Rogers.

Después nos distanciamos, o nos peleamos abiertamente si se hablara aquí de una amistad. Para entonces ya era Lord Richard Rogers, y siempre me asombró la continuidad sin fisuras entre su porte imperial de nativo florentino, su forma de vestir inconformista, la familiaridad de las decenas de arquitectos de su estudio al llamarlo «Richard», y la convicción no beligerante que derramaba el consejero áulico de Tony Blair o Pasqual Maragall. Su presencia era un estilo. No necesitaba alardear del destripado Centro Pompidou, nadie se le acercaba sin haber admirado su edificio seminal. En todo caso, se centraba en el difícil camino. «Cuando empezamos a trabajar en París, fuimos atacados virulentamente, también por el New York Times. Todo el mundo, incluso la prensa británica, nos masacró. Lo único que puedes hacer es esperar hasta el final del día, cuando el complejo abrió sus puertas y millones de personas empezaron a visitarlo».

Rogers me escoltó en persona a su despacho, salvo que no tenía un cubículo porque ocupaba una mesa indistinguible jerárquicamente de las vecinas, en una planta industrial diáfana. Eso sí, las tres tazas de café de una reunión previa sobre la Potsdamerplatz berlinesa fueron retiradas por uno de los arquitectos. En concreto, por el propio Rogers, que en su ansia por explicarse lanzaba un inesperado «¿sabes que te digo? Tu trabajo y el mío no son demasiado diferentes, los dos intentamos adaptarnos. Tus artículos reflejan el lugar desde donde escribes. Eres español, pero ahora intentas captar lo que sucede en Inglaterra, y yo haría lo mismo».

En los creadores se registra una ruptura radical entre su persona, su expresión y el resultado de su trabajo. Rogers no necesitaba conectar los tres módulos, el gran Manuel Solà-Morales me apuntaría más tarde que el angloitaliano y su compañero Norman Foster «dan un poco de miedo». Este temor solo hubiera alterado unos milímetros la mueca característica de su destinatario, mientras concluía que «las ciudades son las mayores obras de arte de la humanidad».

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