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La mirada del lúculo | Nuevo maquillaje para viejos mercados

Nuevo maquillaje para viejos mercados

Pasé por el viejo y precioso mercado de Bolhão en Oporto y seguía con su reforma después del apagón pandémico. No sabemos qué resultará. El del Bom Sucesso se ha convertido en un espacio cubierto y luminoso con puestos de comida y de flores. El de Ferreira Borges, por debajo del edificio de la Bolsa, hace tiempo que ya no cumple las funciones para las que fue creado y alberga un restaurante y una discoteca, además de algunas tiendas. La capital portuguesa del Norte no es distinta a otra lugares europeos en los que las viejas y monumentales plazas de abastos, las mejores desde el punto de vista arquitectónico y de ubicación, han pasado ser escaparates de tendencias gastronómicas actuales que, en realidad y mirado de otra manera, tienen menos sentido gastronómico que el de su antigua utilización. Sin ir más lejos en Lisboa, el mercado da Ribeira, del Cais do Sodré, donde en las amanecidas se empezaba a tomar el pulso a la ciudad del Tajo respirando su mejor atmósfera, pasó de ser una atractiva plaza de pescados y verduras del día a un pequeño complejo minorista de productos alimenticios, lugar de ocio y restauración. Puede que no está mal desde el punto de vista comercial, no hace mucho era uno de los lugares más visitados de Portugal, pero la nostalgia de los abastos una vez más ha sido barrida por el tiempo. O en Madrid, donde algunos de los tradicionales mercados de productos frescos se han uniformizado para ofrecer mayormente a los turistas muestras banales de la gastronomía española e internacional en los puestos de comida allí instalados. Lo mismo sucede con el viejo mercado de Testaccio, de Roma, que se vende entre los turistas como «un mercato che è piu di un mercato». El objetivo de todo ello puede que guarde una estrecha relación con la higiene y las tendencias generales, la moda y la especulación, pero nos estamos quedando sin los viejos mercados. Peor es aún cuando incluso renuncian a objetivos culturales y gastronómicos para ser ocupados con otros fines. Existen ejemplos como en el caso del hermoso y antiguo mercado de pescados de Gijón reformado para alojar oficinas municipales como si estas no pudiese ubicarse en cualquier otro edificio. Es la prueba palmaria de cómo dilapidar los recursos públicos. O de cómo reconducir a otras superficies comerciales uniformes.

Tengo memoria de su colorido pero por la literatura conservo el recuerdo de la foto en blanco y negro de las viejas Halles parisinas. La evocación de su universo subterráneo o el enjambre del mercado del vino de Bercy, que emergían a la luz como las dos orillas del Sena. Al mismo tiempo que los vagabundos se desperezaban y apagaban los rescoldos de las hogueras de la noche, los chatarreros empujaban cochecitos de niños cargados de tesoros recuperados en los basureros de las zonas pudientes. Ese París insólito que retrataron los grandes fotógrafos humanistas del siglo pasado, Henri Cartier Bresson, Robert Doisneau o Brassaï. Precisamente ahora mismo estoy hojeando Aquel día, el precioso libro de uno de ellos, Willy Ronis, publicado al alimón por Periférica & Errata naturae, que recoge parte de las mejores instantáneas plásticas y narrativas de una de las figuras que mejor retransmitió la realidad poética de Francia a mediados de la pasada centuria.

En París, y durante un tiempo, volvía siempre a Le Baron Rouge, un bar bodega de los que apenas van quedando. Situado en una de las calles que conducen al Mercado de Aligre, una plaza que nadie debe perderse en la vida dulce parisina de David Lebovitz, el Barón sigue dando lo que de él se espera: un esmerada selección de buenos vinos por copas y una completa propuesta charcutera. Los domingos era costumbre, y creo que lo sigue siendo en temporada, comer ostras en los cuatro bancos y mesas que coloca a la entrada mientras el proveedor las va abriendo directamente de una camioneta que las trae de la costa normanda, a veces la bretona. El bar pone a disposición de los clientes muscadet, chablis o sancerre. Con su entrañable aspecto de toda la vida Le Baron Rouge nunca decepciona a los parisinos o turistas que se acercan hasta el mercado callejero de la Rue d’Aligre y el edificio de abastos cubierto de la plaza del mismo nombre, en el distrito XII. Los puestos de la calle, que el viandante puede visitar del martes al domingo, son de los más surtidos de París, junto con los de la Rue Moufetard. Cerca, en el mercado cubierto Beauvau, se encuentra una de las tiendas mejor surtidas de quesos de la Ciudad Luz: Langlet-Hardouin, que presume de disponer para la venta de tantas referencias como días del año, entre ellas los cremosos Rocamadour y piezas de cabra de pequeños productores del Sudoeste. Otras direcciones recomendables para los quesos son Chez Virginie, en el 54, de la Rue Damrémont, en el distrito XVIII, y Chez Sanders, en el mercado de Saint-Germain, de la Rue Lobineau, en el VI.

Me gustan los mercados cubiertos. En España todavía resisten algunos buenos ejemplos, lo saben quienes hacen o han hecho alguna vez sus compras en la espléndida Boquería, de Barcelona; La Bretxa, en San Sebastián; La Esperanza, en Santander; La Ribera, en Bilbao; El Fontán de Oviedo, o el Mercado del Sur, de Gijón; el Central, de Zaragoza, y tantos otros. Disfruto con ellos y también de sus alrededores. También los que hacen vida al aire libre; he pasado buenos ratos en la ruidosa Vucciria de Palermo, embriagados los sentidos por el perfume de las especias y el olor penetrante de los hinojos silvestres, observando embobado la fritura de las arancine (croquetas de arroz) en los puestos callejeros donde los pescaderos prosiguen la matanza del atún en los sangrientos mostradores. En la vieja Vucciria siempre hay un instante que Renato Guttuso habría estado dispuesto a inmortalizar en sus cuadros. En el Borough Market, de Londres, se recomienda un navegador o un mapa para no perderse entre los puestos. Y si alguien quiere alucinar con la variedad cromática de las verduras y las frutas, en pocos sitios del mundo lo hará como en el mercado de La Merced, de México DF. Jamás en mi vida he visto tantos chiles distintos ni he asistido a una explicación tan pormenorizada de sus cualidades incendiarias.

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