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Crónicas gastronómicas

La mirada de Lúculo | Aquello de Derrida que Adrià importó a la cocina

Aquello de Derrida que Adrià importó a la cocina Pablo García

Pasó mucho tiempo desde el día en que Ferran Adrià quiso ser el Jacques Derrida de los pucheros y se apropió del enfoque filosófico deconstrucción para aplicarlo a la cocina. Originalmente el concepto se utilizó para comprender la relación entre un texto y su significado. A lo largo de su carrera, el filósofo francés de raíces argelinas tuvo tiempo para redefinirlo en varias ocasiones más. Adrià, a su vez, empleó el deconstructivismo para describir platos dentro de una nuevo orden culinario, de texturas, temperaturas y técnicas, respetando al mismo tiempo armonías preconcebidas, incluso potenciando los sabores de los ingredientes desde una perspectiva minimalista y rupturista. Que el cocinero más famoso de las últimas décadas concluyese su periplo creador paseándose como si nada por la Documenta de Kassel ayuda, en parte, a entender esa aspiración de entonces de adjetivar las nuevas pautas culinarias acudiendo a los términos culturales y a los espacios artísticos. Sin Adrià no se ha apagado del todo cierta grandilocuencia en el discurso de la comida aunque puede que haya bajado algo el tono en la mayoría de cocineros, en la actualidad más preocupados por mostrarse en las redes sociales o en los reality de la televisión que de sentar cátedra filosófica con cualquier tipo de símil. Otras veces la deconstrucción reflexiva ha sido sustituida por la simpleza del trampantojo que no tiene gran significado conceptual ni técnico pero que, sin embargo, sirve igualmente para llamar la atención.

La técnica de deconstruir tenía sentido y lo sigue teniendo en los menús largos y estrechos en los que el chef pretende incluir entre sus creaciones el territorio al que pertenece. Por ejemplo, los platos pesados de la gran cocina regional. Tendría que decirlo seguramente él, pero no es ocioso pensar que cuando José Antonio Campo Viejo ideó hace ya unos cuantos años su famosa deconstrucción del pote asturiano era, en parte, supongo, para dejar constancia de él en sus menús, sin necesidad de causar estragos en las digestiones del cliente que se enfrenta a un servicio de diez o doce pases. No recuerdo ya cuantos eran entonces en el caso del singular cocinero de Arriondas, pero en la estrechez de los menús inacabables no cabe un potaje en su dimensión original, bien guarnecido por el producto de la matanza del cerdo. De modo que había que arreglárselas de manera distinta para seguir mostrando a través de la técnica una fidelidad a los principios y a los sabores. Pedro Martino también lo sigue haciendo en Caces, al lado de Oviedo, con una visión de la cocina de terruño inteligentemente actualizada. Siempre han existido y son corriente mayoritaria los partidarios de comer un pote en condiciones bendecido por todos sus sacramentos, incluso de poder repetir volviendo a meter la cuchara, pero esa es otra expresión distinta de la cocina, la del viejo menú corto y largo. La deconstrucción bien aplicada es un valioso concepto técnico para recordar y potenciar viejos sabores en una comida larga donde es necesario administrar y administrarse.

Aquello de Derrida que Adrià importó a la cocina Pablo García

No hace todavía un mes, observando a través de un ventanal la horticultura de O Grove aterrizó en la mesa donde comía un plato con una hoja de espinaca flotando sobre tres caldos de alga kombu, de lacón y de tomate, by Javier Olleros, como se suele decir ahora. Olleros es el chef de Culler de Pau, si no me equivoco el primer restaurante gallego en obtener dos estrellas Michelin. Pero eso es lo de menos, lo de más fue la espinaca que se fundió para que uno pudiera apreciar el sabor intenso de un caldo gallego que venía por el lado del lacón, supongo. Un caldo 2.0. Pero ahí estaba Galicia, como en el resto del menú largo: la carne de la vaca cornilarga cachena macerada en hoja de ostra; el inolvidable tomate marinado, con vinagreta de tinta y capuchinas; los espárragos de mar o salicornia y de tierra, plantas halófilas propias de la cocina del Capitán Nemo; los guisantes lágrima tardíos en esa latitud, tallos agrios con un increíble pilpil de berberechos; la frescura de la vieira y la navaja, con la ría a dos pasos, y el garum de las gónadas; la sedosa ventresca de bonito de Burela con laurel y encurtidos, y una tierna y delicada cebollita de Vilanova caramelizada, con aceite aromatizado y melisa. El mar y la huerta. «Todo está por aquí alrededor», repite Olleros. Cuando el chef quiere rendir «un homenaje a Japón» el sake que acompaña la dorada y el arroz fermentado, ay, está hecho con suero de leche de vaca gallega. Hay Galicia hasta en el único plato incomprensible de la carta. Todo lo demás, el resto de los pases, tiene sentido.

Amaranta, el segundo brazo en Culler de Pau, confesaría más tarde que Javier es muy de Andoni (Andoni Luis Aduriz, del restaurante Mugaritz, de Rentería), probablemente el cocinero más juguetón de este país. Se entiende. El discurso se repite aunque en otras coordenadas. Al final me sirven una torta, con crema de hierbas de la huerta de Olleros, salvia y castaña, que no sé si es una deconstrucción pero que gracias a ella juro que jamás me acordaré de la tarta de Santiago. Si es que en realidad la tarta, cualquier tarta de la abuela, ha servido de inspiración para esa maravilla de cremosidad cubierta por pasta crujiente que me llevo a la boca en Cleo éxtasis.

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