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El hombre común del bocadillo de pavo

El hombre común del bocadillo de pavo

Joseph Robinette Biden Jr., 46º presidente de Estados Unidos, es de Delaware y no se ha mordido la lengua al decir públicamente que no hay que salir de Wilmington para comer el mejor bocadillo del país. Con la aparente insignificancia de Delaware se hacen chistes: Dela where? ¿Dela dónde? Pero resulta que Capriotti’s, uno de sus locales de sandwiches más conocidos, le debe la fama a «The Bobbie», también llamado el «Thanksgiven on a roll», el bocadillo favorito de Biden. Lo hacen con la carne del pavo asado desmenuzada, mientras que el relleno y la salsa de arándanos conviven con ella en un panecillo largo untado con mayonesa, evocando recuerdos del Día de Acción de Gracias. Este pavo reconstruido en un bocadillo ha sido marca de la casa durante 40 años y Biden se ha declarado orgulloso de él siempre que ha tenido oportunidad. Sus pasiones gastronómicas, parece ser, son tan sencillas como pequeño es el estado que lo vio nacer.

En cualquier caso igual que las de muchos estadounidenses que, en cambio, tienen siempre una desmedida afición por las preferencias culinarias de sus políticos. En las campañas electorales, los reporteros siguen con frecuencia a los candidatos hasta los restaurantes, las ferias de alimentación y los comedores para retratar sus gustos. Ellos posan comiendo una pizza, una salchicha o pegándole un bocado a la chuleta de una barbacoa. Es en esos momentos donde unos y otros se expresan sobre sus apetitos. Después de pasar un tiempo en la Casa Blanca, son los cocineros que organizan sus menús los que hablan o escriben un libro contando las rarezas o los platos predilectos de cada cual. El caso es que el público sigue interesado en curiosear sobre qué es lo que comen o dejan de comer. En cierto modo debo reconocer que a mí también me interesa lo que comen los políticos; ciertos placeres pueden llegar a definir hasta donde alcanza la capacidad de las personas. Contribuyen a modelar perfiles.

A Biden siempre le ha gustado cultivar la imagen del hombre común frente a la opinión generalizada que lo sitúa del lado de las élites. Puede que en Washington se dedique, como ya tuvo la oportunidad de hacer y al igual que Obama, a promocionar los restaurantes Michelin, pero hasta ahora sus preferencias están de lado de la simplicidad, incluso de la rusticidad. Abstemio, solo bebe refrescos, además del bocadillo de Acción de Gracias, siente una inclinación por los platos italoamericanos de su mujer, Jill. El pollo parmesano, los espagueti con tomate, los ziti (muy parecidos a los macarrones) horneados, etcétera. No hay grandes novedades.

Escribí en otra ocasión que la situación gastronómica presidencial en Estados Unidos no había hecho más que empeorar desde Thomas Jefferson, que encargaba las remesas de vino a Burdeos y se preocupaba en Monticello de la evolución de la viña. Los gustos culinarios del padre de la nación podrían encajar en cualquier ánimo gourmet. Tenía predilección por los macarrones, el queso parmesano, los higos, el ragú de ternera, los suflés, y las anchoas , todo ello fruto de sus viajes por Europa, pero también adoraba la piña, el jamón de Virginia, el cangrejo, el sábalo, las ostras, la perdiz, la carne de venado y el vino de Madeira. Lo que llegó después, salvo honrosas excepciones, fue manifiestamente peor. Abraham Lincoln, por ejemplo, era el paradigma de la austeridad si exceptuamos a John Quincy Adams que se alimentaba básicamente de galletas y agua. Lincoln tenía algo más de repertorio: manzanas, café, tocino, leche, miel y pollo. Mary, su mujer, llevaba un festín a la mesa, gelatina de lengua, foie gras, pavo relleno con trufas, y todo tipo de piezas de caza, carne de venado, faisán y pato. Pero el Presidente se conformaba con un muslo de pollo. El demócrata Andrew Johnson mejoró algo el perfil. Aficionado a los lácteos, ordenó instalar una lechería en la Casa Blanca para abastecerse. Le gustaban los patos, las castañas y las manzanas asadas. Theodore Roosevelt cultivaba en cierto modo un exotismo culinario que lo distinguía de algunos de sus predecesores. Además del pollo, el tocino, el hígado y el estofado de riñones, incluía en su dieta las huevas de sábalo, las carnes de caza, las ostras, la sopa de tortuga, el pudín de la India y una variada selección de tés. De la sopa de tortuga verde de Roosevelt a los espaguetis con albóndigas de Gerald Ford, el presidente que jamás ganó unas elecciones, media un abismo gastronómico. Calvin Coolidge, el mudo, criaba pollos en un patio trasero de la Casa Blanca justo encima de la plantación de menta de Teddy Roosevelt. Aparte de los pollos y de la tarta de manzana no se le conocen otras apetencias culinarias dignas de destacar. Lyndon Johnson, como buen texano, practicaba «la diplomacia de la barbacoa». John F. Kennedy no comía demasiado –a veces tenían que recordarle que era la hora de la cena– y su mayor afición era el chowder, la sopa de almejas característica de Nueva Inglaterra, y las ostras con unas gotas de Pernod. Dwight Eisenhower hizo famosa su sopa de verduras, y entre la correspondencia de la Casa Blanca se ha rescatado una carta que le envió Isabel II de Inglaterra con la receta de sus scones. Le gustaban los bollos para el té.

Richard Nixon, que acabó comiéndose su orgullo cuando renunció a raíz del escándalo Watergate, tuvo una última cena bastante sencilla en la Casa Blanca mientras millones de americanos brindaban: unas rodajas de piña alrededor de un plop de queso cottage, junto con un vaso de leche, servido en bandeja de plata. Nada relevante. Igual que a Ford, que lo sucedió, también le gustaban los dichosos espaguetis con albóndigas. Jimmy Carter, sureño, tenía el maíz como alimento principal de su dieta. Los sandwiches, la okra, el cerdo con salsa de barbacoa picante, estaban entre sus comidas predilectas. Reagan era carnívoro pero lo que más consumió fueron caramelos de goma para quitarse de encima el hábito de fumar. Clinton y Obama se mostraron partidarios de los nachos, los tacos y el guacamole. Bush padre no pasaba de los perritos calientes y de las cortezas de cerdo, mientras que el hijo se atiborraba de huevos rancheros y de sandwiches de queso fundido. Paul O’Neill, antiguo secretario del Tesoro, que compartió con él manteles en Camp David, en una ocasión le preguntó qué tipo de platos eran sus favoritos de niño y cuál le pediría a su madre en una celebración, y este respondió si estaba bromeando. «Mi madre nunca cocinaba, tenía las puntas de los dedos heladas; todo salía directamente del congelador». Trump, como saben, es animal de un filete. Exclusivamente carnívoro en todos los aspectos. Sus compatriotas y el mundo entero han tenido la desdicha de comprobarlo durante cuatro largos años.

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